sábado, 4 de octubre de 2014

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO - Isaías (5,1-7)

Yo os he elegido del mundo, para que vayáis y deis fruto,
 y vuestro fruto dure --dice el Señor (Jn 15, 16)

Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; construyó en medio de una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. Un antiguo canto popular que recoge el lamento de un enamorado al constatar la infidelidad de la persona amada sirve al profeta Isaías  para montar los esfuerzos de Dios en favor de su pueblo, esfuerzos que acaban en un rotundo fracaso, pues mientras se esperaban sus frutos como respuesta a los desvelos, la viña le responde con agraces. Isaías invita a los habitantes de Jerusalén a hacer de jueces entre el amigo y su viña, para terminar anunciando las consecuencias de tal actitud: el amor decepcionado abandona, con pesar, a la viña a su propia suerte, y este abandono supone la ruina de la viña.

Cuando Jesús pronunció la parábola que el Evangelio propone hoy, quienes le escuchaban debieron relacionarla con facilidad con el antiguo poema de Isaías. El texto evangélico no se limita a reproducir los particulares del oráculo profético, sino que añade elementos nuevos para adaptarlo a las circunstancias del ministerio de Jesús. La constatación de la falta de fruto en el momento oportuno, aparece ligada al comportamiento desacertado de los labradores hacia los enviados por el amo de la viña, y sobre todo hacia su propio hijo, indicando de esta manera la suerte corrida por los profetas del antiguo testamento, así como lo que estaba por suceder al mismo Jesús. La sentencia que el mismo auditorio pronuncia, «Hará morir de mala muerte a estos malvados y arrendará la viña a otros labradores», prevé el castigo, no tanto de la viña cuanto de aquellos que la administran, indicando que la viña será entregada a otros, que podrán producir frutos al tiempo debido.

La parábola ofrece pues una dramática visión de la historia del pueblo que, elegido por Dios y objeto de sus cuidados amorosos a lo largo de la historia, se ha manifestado desobediente a la voluntad de Dios y sordo a las invitaciones a la conversión. Los labradores, matando al hijo, pensaban quedarse con toda la herencia, pero se equivocaron. El hijo rechazado y muerto, se convierte en el Mesías, que después de su glorificación confía su viña, es decir el reino de los cielos, la iglesia, a otro pueblo, del que se espera que de el fruto en tiempo debido. Pero no podemos olvidar que la alianza que Dios hace con su pueblo reclama convertir la vida en un servicio fiel y constante. Si la alianza de Dios con Israel no dio el fruto que se esperaba, el nuevo Israel, la Iglesia, que tiene como piedra angular al mismo Jesús, ha de esforzarse para dar el fruto esperado.

Y aquí conviene preguntarnos: ¿Cómo es el fruto que damos? ¿Servimos a Dios y a su voluntad de todo corazón buscando, como  dice san Pablo en la segunda lectura, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito? No se puede olvidar que se nos pedirá cuenta de nuestro servicio. No basta pertenecer a la Iglesia, no basta pertenecer a un pueblo que, por los avatares de la historia, dice ser cristiano y católico, pues si no damos fruto, podemos perder incluso lo que tenemos. Consideremos el hecho de que los países que fueron la cuna del cristianismo, el próximo oriente y el norte de África hoy han dejado de ser cristianos. Si nuestra fe no es sincera y profunda, capaz de dar sentido a nuestro quehacer cotidiano, si introducimos una escisión entre lo que exige la fe y el resto de nuestra actividad humana y social, corremos el peligro de no dar el fruto que se espera de nosotros.

La historia de la salvación, personal o comunitaria, es una delicada, larga, y, a veces, incluso difícil y trágica contienda entre el amor de Dios, siempre fiel a sus promesas, y la veleidad de los hombres, siempre fáciles a dejarnos llevar por el capricho, por los propios criterios y principios, todos ellos hijos de nuestra poca disponibilidad en reconocernos criaturas de Dios. Urge pues disponer nuestro espíritu para que pongamos por obra, según la palabra del apóstol, todo lo que aprendimos, recibimos, oímos y vimos en aquellos que nos iniciaron a la fe. Para ello, Pablo recomienda una oración incesante, una súplica ante Dios para obtener de él que nuestra vida responda a sus cuidados y podamos dar el fruto que se espera de nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli

39320 Cóbreces, Cantabria



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