sábado, 25 de octubre de 2014

Domingo XXX del Tiempo Ordinario


“Los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se le acercaron y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Un doctor de la ley, especializado en el estudio y la observancia de la legislación religiosa de Israel, plantea a Jesús una pregunta, al parecer inocente, acerca de cuál es el mayor mandamiento de la ley de Dios.  Para entender el sentido de la prueba que los fariseos plantean a Jesús, conviene tener presente que la Escritura, fundamento de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, establecía determinadas  normas, que la tradición posterior fue aumentando, con cuya observancia Israel expresaba su alianza con el Dios que lo había escogido. Pero la multiplicidad de mandamientos dio pie al deseo de encontrar un principio general que conglobase el resto.

            Interrogado acerca de cual es el mayor mandamiento de la ley, Jesús responde citando un texto del libro del Deuteronomio, que forma parte del Shema, la profesión de fe que todo israelita debía repetir dos veces al día, y que resume el contenido esencial de toda la revelación insistiendo en el amor total hacia Dios, que ha de empeñar toda la persona durante toda su vida. Pero Jesús añade inmediatamente un segundo mandamiento que dice semejante al primero, citando esta vez un pasaje del libro del Levítico: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

            Amar a Dios y amar al prójimo no son una novedad cristiana, pues la ley de Israel los ha conocido siempre. La primera lectura ha recordado una serie de preceptos del Antiguo Testamento, que recomiendan un respeto para los demás hombres, y en especial por los marginados y oprimidos, representados por el pobre, el huérfano, la viuda, el forastero. La novedad está en el hecho de decir que estos dos mandamientos son semejantes, que tienen el mismo valor. Con esto Jesús quiere decir que amar al hermano es tan urgente y necesario como amar a Dios.

            Jesús enseña que nuestro Dios no es un Dios egoista, que sólo piensa y exige ser amado, olvidándose del resto. Nuestro Dios pone junto a la exigencia del amor debido a él, el amor debido al prójimo. El servicio que hemos de prestar a Dios, lleva consigo obligaciones que se refieren a los hermanos. La razón de esta afirmación es que todos los hermanos  han sido objeto del amor de Dios de tal manera que no ha dudado en dar su propio Hijo por ellos. No puede existir un servicio a Dios que olvide el servicio al hombre. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera, dice Jesús. El que busca de verdad el bien del prójimo puede estar seguro de vivir correctamente su relación con Dios.

            La voluntad de Dios se nos manifiesta constantemente como un desafío que pide nuevas respuestas según las exigencias de nuestros hermanos. La historia de los hombres, que es la historia de la salvación, se escribe cada día. A veces se escriben páginas en las que destaca el egoísmo, la ambición, el sórdido interés, la falta de respeto del otro, la conculcación de la justicia y del derecho, la cobardía de los hombres, e incluso de los cristianos. Nosotros que hemos creído en el amor de Dios hemos de comportarnos de otra manera: hemos de vivir el amor a Dios amando y sirviendo a nuestros hermanos, sin distinción alguna.

            San Pablo, en la segunda lectura, recordaba como los cristianos de Tesalónica, abandonando los ídolos, se volvieron a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero. Hemos de pedir a Dios que nos conceda  poder dejar todos los ídolos que enmascaran nuestra condición de cristianos para poder ofrecer un servicio a Dios, tal como él lo quiere, es decir pasando por el servicio ofrecido a los hermanos, recordando lo que San Juan, en su primera carta afirma: “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece al hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Quien ama a Dios, ame también a su hermano”.


Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

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