sábado, 8 de noviembre de 2014

Dedicación de la basílica de San Juan de Letran



          

          «Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (es decir, de Roma) y del orbe». Así se lee en una inscripción de la fachada de la Basílica del Santísimo Salvador de Roma, más conocida como Basílica de San Juan de Letrán, que, desde el siglo IV está considerada como la catedral de Roma, la sede de su obispo, el Papa, y que fue su residencia hasta muy avanzada la edad media. Hoy, al recordar su solemne dedicación, de alguna manera es para toda la Iglesia universal símbolo de la comunión de todas las comunidades o iglesias locales, repartidas por todo el mundo, con la sede romana, cátedra de los sucesores de Pedro.


         “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Con estas palabras Jesús realizó un gesto profético que Jesús en el centro del culto del pueblo escogido. El templo de Jerusalén, erigido por Salomón, era la continuación de la tienda que acompañó al pueblo en su peregrinar por el desierto, tienda que era sobre todo signo de la presencia salvadora de Dios entre los suyos, y además lugar del encuentro entre Dios y su pueblo. El primer templo fue destruido cuando la ciudad cayó en manos de los caldeos; bajo los persas, el pueblo, animado por los profetas, se preocupó en reconstruir de nuevo el templo. A este segundo templo le cupo la gloria de acoger al Mesías, a Jesús de Nazaret, el cual allí oró al Padre, participó en su culto e impartió sus enseñanzas a los judíos.

         Pero San Juan recuerda en su evangelio que Jesús, un buen día decidió expulsar a los que faenaban en los atrios del edificio sagrado, a los vendedores de animales destinados al sacrificio y a los cambistas que facilitaban moneda para el tributo del templo. Con ello Jesús proclama que el templo es la casa del Padre y que merece un profundo respeto. Pero al mismo tiempo que reivindica el valor sagrado del templo, anuncia que está para terminar su función, pues están llegando tiempos nuevos. Al ser preguntado por qué había actuado de este modo y con qué autoridad intervenía en el ámbito del santuario, Jesús afirma: “Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días”. Y el evangelista afirma que él hablaba del templo de su cuerpo, aunque los discípulos sólo entendieron el sentido de sus palabras después de la resurrección. Con su gesto y sus palabras, Jesús declara que el antiguo templo deja de tener significación, pues de ahora en adelante es en el Hijo hecho hombre que Dios se hace presente en medio de la humanidad y, en consecuencia, el lugar de encuentro del hombre con Dios igualmente será Jesús mismo, constituido Señor y Cristo, en quien está la plenitud de la divinidad.  

              La primera lectura evoca una profecía de Ezequiel que anuncia la próxima restauración del templo de Jerusalén, precisamente cuando el pueblo se hallaba aún en el destierro y el templo estaba arruinado.  Del lado derecho del nuevo templo manará una corriente de agua capaz de dar vida, saneando tierras y aguas, haciendo crecer y fructificar toda clase de árboles y plantas. Este templo renovado de cuyo costado brota la vida es una alusión a aquel que se manifestará como el verdadero templo, Jesús, en quien se cumplió realmente la profecía de Ezequiel. Jesús es el templo indestructible, en él reside la gloria del Dios que, a lo largo de la historia, ha manifestado su deseo de salvar a los hombres, en él los hombres podemos realmente encontrarnos con Dios. Del costado de Jesús, clavado en la cruz, manan agua y sangre, signo de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía con los que se forma la Iglesia.

         Jesucristo, el único y verdadero templo de Dios, ha querido que los hombres, por la fe expresada en los sacramentos, formasen parte de su cuerpo místico. Por esta razón de alguna manera participamos en su condición de templo de Dios. San Pablo, en la segunda lectura recuerda que somos edificio y templo de Dios, cimentados sobre la piedra angular que es Jesús, y que formamos parte del templo espiritual en el que se ofrecen sacrificios espirituales, que Dios acepta por su Hijo Jesús. A nosotros toca vivir cada día de modo que esta realidad se manifieste abiertamente  y cuanto hagamos de palabra o de obra, sea un acto de culto, unido a Jesús y agradable a Dios.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

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