sábado, 28 de septiembre de 2013

2. APOCALIPSIS: LA IGLESIA EN LA TIERRA (Continuación)

2.                 Carta a la Iglesia de Tiatira 2,18-29

            Tiatira, la menos importante de las siete ciudades nombradas por San Juan, estaba situada a 65 kilómetros al sudeste de Pérgamo. Antes de que fuera incorporada al Imperio Romano era una pequeña ciudad de guarnición entre Misia y Lidia, levantada por Seleuco I (312-280 a. de C.), y estaba situada entre los ríos Caico y Hermo.

            La carta a la iglesia de Tiatira es la más larga de todas. En ésta y en las otras tres que faltan, se invierten las dos constantes finales.

            El título de “Hijo de Dios (v. 18) sólo se encuentra bajo esta forma en este pasaje. Sin embargo, la idea se expresa implícita o equivalentemente en muchos otros lugares del Apocalipsis, con fórmulas diversas[1].

            Los ojos de Cristo son como “llamas de fuego”. Existe en esta expresión una alusión manifiesta a la visión inaugural[2]. Los antiguos creían, al parecer, que los ojos emitían una luz con la cual la visión resultaba más perfecta. Jesucristo tiene un foco de luz potentísimo en sus ojos, con los cuales puede penetrar hasta los más profundos escondrijos de las almas y de los corazones. De este modo puede contemplar la vida de la Iglesia de Tiatira y las maldades que cometen algunos de sus miembros incitados por Satán. Los “pies” de Cristo son “semejantes a azófar” o a auricalco incandescente, como ya se dijo en Ap 1,15. Para muchos autores el auricalco incandescente designaría un metal duro, que serviría para simbolizar la acción de Cristo pisoteando y deshaciendo a sus enemigos y toda clase de maldad que se puede cometer en este mundo[3].

            Como en las otras cartas, San Juan hace primero el elogio de la Iglesia de Tiatira, para pasar después a los reproches. El elogio de esta Iglesia es el más rico y espléndido de todas las cartas.

            San Juan alaba las “obras” de la Iglesia de Tiatira, la primera de las cuales es la “caridad”. El “ministerio” es probable que se refiera al servicio de los pobres y de los afligidos[4], es decir, sería una manifestación de la caridad eficiente para con los hombres, y en especial para con los cristianos. La “paciencia” es probable que se refiera a la fuerza que da la caridad para sufrir con resignación.

            Además, la Iglesia de Tiatira no se ha estancado en la vida cristiana, sino que ha progresado: sus “obras últimas” son “mayores que las primeras” (v. 19), no sólo en número, sino también en calidad. A la Iglesia de Tiatira le sucede lo contrario de los que sucedía a la de Éfeso, que había aflojado en su primera caridad[5]. En cambio las obras de caridad de la Iglesia de Tiatira son ahora más excelentes que al principio. Para San Juan, lo que caracteriza el verdadero amor, la auténtica caridad cristiana, es la manifestación externa de ese amor en obras de misericordia.

            Pero no todo es bueno en Tiatira. El apóstol le reprocha varias cosas que pueden ser motivo de perversión para los fieles. Su mal es muy parecido al de Pérgamo, pero da la sensación de estar más extendido. Y como al hablar a la Iglesia de Pérgamo se sirvió el autor sagrado del nombre de Balaam[6], así ahora toma el nombre de Jezabel para designar probablemente a alguna dama influyente de aquella Iglesia. A esta dama, o a esta porción de fieles representados por la dama Jezabel, “les había dado” el Señor “tiempo para que se arrepintiesen” (v. 21), tal vez por medio de una corrección pública; pero no había querido cambiar de conducta. La falsa “profetisa” se ha empeñado en seguir con sus “fornicaciones y adulterios”. Los términos “fornicación y adulterio” pueden aludir a la convivencia con la idolatría. Pero también pueden designar una doctrina moral laxista, y referirse a los desórdenes que acompañaban la participación de los nicolaítas en los banquetes paganos (vv. 20-21).

            Por cuyo motivo, Jesucristo amenaza con “arrojarla en cama” (v. 22), en el lecho de la enfermedad. Es un contraste sarcástico con el “lecho del adulterio” o con el “triclinium” de los banquetes sagrados. El Señor va a castigarla, juntamente con sus hijos (v. 23), es decir, los que siguen su ejemplo, con una muerte desastrosa, como la que sufrió la fenicia Jezabel[7]. Este castigo lo permite el Señor con el fin de que se “arrepienta de sus obras”, pues Dios quiere que todos los hombres se salven[8] y les concede el tiempo y las gracias suficientes para ello.

            A continuación (vv. 24-25) el Señor contrapone a los que acaba de condenar los demás que se han mantenido fieles a la verdadera doctrina y han conservado pura la tradición apostólica. Estos no han aceptado las “profundidades de Satán”. La expresión “profundidades de Satán” parece designar el sistema doctrinal nicolaíta. Los adherentes a este sistema enseñaban errores doctrinales, unidos a un cierto libertinaje moral, que llevaba a separarse de la doctrina apostólica como un peso insoportable. Pero San Juan les dice que la única “carga” que Cristo impone a los fieles es la de conservar la fe en El (v. 25); absteniéndose de toda participación en las ceremonias idolátricas, especialmente en los banquetes sagrados.

            Los cristianos fieles de Tiatira han de guardar firmemente la doctrina apostólica “hasta que venga” Cristo. Se refiere el autor sagrado a la manifestación escatológica de Jesucristo como juez del mundo. Entonces, cuando Cristo venga, “al que venciere”, y perseverare hasta el fin en las obras de fe y caridad, a las que ha aludido arriba[9]. Cuando los elegidos reinen con Cristo en el cielo participarán de algún modo en su soberanía, porque juntamente con El han logrado vencer al mundo[10].

            Un segundo premio que se promete a los vencedores es la “estrella de la “mañana” (v. 28), es decir, el mismo Cristo, el cual se aplica este título en Ap 22,16. Se trata, pues, de la posesión del mismo Cristo, prometida en otros textos bajo la forma de árbol de vida, de maná, etc. Por eso, las iglesias, en cuanto participan de esta luz, que es Cristo, son representadas por lámparas[11], y sus ángeles son estrellas.

            Es posible que San Juan nos hable de Cristo como “estrella de la mañana”, como astro resplandeciente, para oponerlo al culto del sol, que era adorado en Tiatira como un Dios.
 
            Carta a la Iglesia de Sardes 3,1-6

            Sardes, la capital del antiguo reino lidio, estaba situada a unos 50 kilómetros al sudeste de Tiatira. El núcleo principal de la ciudad surgía sobre una alta y escarpada montaña, que hacía de ella una fortaleza inexpugnable.

            La carta a la Iglesia de Sardes es la más severa e imprecatoria de las siete. Había decaído mucho en su fervor primitivo y se encontraba en un estado lamentable. Estaba como muerta. Y el pequeño núcleo de cristianos fieles se hallaba amenazado de indiferencia en la vida espiritual. Por eso, San Juan trata con una severa misiva de excitar a la iglesia a volver al buen camino.

            Jesucristo se presenta aquí como “el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas” (v. 1). El autor sagrado quiere significar con estas expresiones el poder absoluto que Cristo tiene sobre las iglesias y sobre todos los cristianos. En Ap 1,16, ya había empleado la expresión de “las siete estrellas en su diestra”. Estas estrellas representaban las iglesias a las cuales se dirige San Juan. Y el tenerlas en su mano indica el poder que Jesucristo ejerce sobre los jefes de las iglesias y sobre las iglesias mismas[12]. Otro tanto podemos decir de los “siete espíritus”, que Cristo tiene en su mano como algo que puede disponer.

            El juicio que el Señor emite sobre la vida religiosa de la Iglesia de Sardes es de lo más triste. Sus obras no son buenas, pues, si bien “tiene nombre de vivo”, en realidad “está muerto” (v. 1). Con lo cual quiere significar que la vida religiosa de esta iglesia es tan lánguida y tan falta de la caridad de Cristo, que está como muerta. El pecado ha matado en ella la gracia de Jesucristo. Sin embargo, el juicio que el Señor profiere acerca de la vida de esta iglesia no es absolutamente negativo, es decir, no comprende a todos los miembros de la iglesia de Sardes. Muchos de los cristianos de Sardes carecen de la vida divina de la gracia; pero otros -tal vez los menos- todavía la conservan. Por eso exhorta a velar para que no llegue a faltar también la vida en aquellos en los que aún subsiste (v. 2). Para estimular a velar le recuerda el valor de los dones recibidos, que son dones de vida eterna. La exhortación a la vigilancia, sirviéndose de la imagen del ladrón (v. 3), es frecuente en los sinópticos[13].

            En el v. 4 San Juan afirma que en la Iglesia de Sardes, al lado de las almas muertas y de las que gozaban de vida lánguida, había todavía otras de vida perfecta. Estas personas “no habían manchado sus vestidos”, y por eso “caminarán” con el Señor “vestidas de blanco”. Los vestidos blancos, que tantas veces aparecen en el Apocalipsis, son símbolo, no sólo de pureza, sino también de victoria, de alegría, de fiesta.

            A los cristianos fieles de Sardes que resulten vencedores en la lucha moral y espiritual contra los enemigos de Dios, Cristo les promete el premio escatológico de la vida eterna (v. 5). Este premio es designado bajo una triple forma[14]. En primer lugar, los vencedores se “vestirán con vestiduras blancas”, que  representan la victoria final y la gloria de que serán revestidos los elegidos en el cielo[15]. Después se les promete que “jamás será borrado su nombre del libro de la vida”. En el A. T. se menciona el “libro de la vida”, en el cual Dios tenía escritos los nombres de los hijos de Israel[16]. En el N. T. el libro de la vida designa el libro donde están registrados los nombres de los elegidos[17]. En tercer lugar, el Señor promete al vencedor “confesar su nombre delante de sus ángeles”, es decir, le reconocerá como cosa suya en el último juicio[18]. Este premio, presentado bajo una triple forma, designa una misma cosa: la vida eterna, que se promete a los vencedores en las luchas contra el mundo, el demonio y la carne.

            Y San Juan termina la carta a la Iglesia de Sardes con las palabras “el que tenga oídos, que oiga lo que dice el Espíritu” (v. 6), como para incitar a los fieles a escuchar las amonestaciones de Cristo y llevarlas a la práctica.

4.                 Carta a la Iglesia de Filadelfia 3,7-13

            Filadelfia, ciudad de la Lidia, a 45 kilómetros al Sudeste de Sardes, había sido fundada por el rey de Pérgamo Atalo II Filadelfo (159-138 a. C.), que le dio su nombre. La ciudad estaba situada en una región volcánica, como un centro de civilizaciones abierto sobre la frigia volcánica.

            La presente carta no contiene ninguna amonestación. Los cristianos que debían ser pocos y de baja condición social, se han mantenido fieles a la doctrina cristiana. El autor sagrado se complace en acumular en la carta sobreabundancia de promesas y recompensas.

            Los apelativos que se dan en ella a Cristo son dignos de tenerse en cuenta. El primero lo designa como el “santo” (v. 7), que es aplicado frecuentemente a Yavé en el A. T., pero que únicamente se encuentra aquí en el Apocalipsis, aplicado a Jesucristo. El segundo epíteto, “el Verídico”, el Verdadero, que va junto con el apelativo de fiel[19], designa la fidelidad de Cristo en el cumplimiento de sus promesas. Antes faltará el cielo y la tierra que Jesucristo falte a sus promesas[20]. Cristo es veraz en todo lo que dice y hace; en cambio los que combaten su doctrina y obra son falsarios. El Santo, el Verídico, “tiene la llave de David, que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre” (v. 7). Es una metáfora bíblica y rabínica que significa los plenos poderes que Jesucristo tiene en la nueva ciudad de David, en la Jerusalén celeste, es decir, en la Iglesia. Jesucristo puede “abrir y cerrar”, tiene plena autoridad para admitir o excluir de la Iglesia.

            El Señor conoce las obras de la Iglesia de Filadelfia. Se trata de las facilidades que se le han presentado a Filadelfia para el apostolado y la propaganda cristiana a través de toda Frigia. A pesar de ser una ciudad pequeña y contar con escasos medios, Cristo le garantizó el éxito de sus esfuerzos. Y esa “puerta” sigue abierta porque la comunidad cristiana de Filadelfia continúa vigorosa en su fe, y el mismo Cristo la sostiene en sus ímpetus misioneros. Por eso, “nadie podrá cerrar” dicha puerta mientras Jesucristo la mantenga abierta.

            Entre las conquistas apostólicas de los filadelfios había que contar la conversión de cierto número de judíos, que, abrazando la fe en Cristo, vendrían a “postrarse a los pies” de la Iglesia. Entonces los judíos convertidos reconocerán el “amor”, la predilección del Señor por la comunidad que los ha acogido en su seno (v. 9). Aquí también el amor se manifiesta en los signos externos que la humilde y ejemplar comunidad religiosa de Filadelfia da a los neoconvertidos.

            A continuación (v. 10) prosigue el Señor ponderando cómo la Iglesia había sabido imitar en medio de las dificultades los ejemplos de “paciencia” y perseverancia que Jesús nos había dejado y que han de ser para los cristianos verdaderas enseñanzas. Por el hecho de haber sido fiel en la “guarda de la palabra de paciencia” dada por Cristo, también el Señor las sostendrá en el día de la prueba que vendrá sobre la tierra. Termina la exhortación estimulando a la Iglesia de Filadelfia a guardar los bienes que posee, es decir, perseverar en la conducta hasta ahora observada, a fin de no perder la “corona” que tiene merecida (v. 11). Esta será su victoria y su gloria.

            El premio prometido al vencedor de la prueba es hacerlo “columna en el templo de Dios” (v. 12). La imagen de la columna simboliza el puesto honorífico que tendrá el vencedor en la Iglesia, y al mismo tiempo significa su estabilidad[21]. El cristiano que permanezca fiel hasta el fin se convertirá en una columna firme e inconmovible en el templo celeste. Por eso dice que “no saldrá ya jamás fuera de él”. Sobre la columna “se escribirá el nombre de Dios y el de la nueva Jerusalén y el nombre nuevo de Cristo”. La acción de escribir estos nombres sobre el fiel vencedor significa que éste pertenece a Dios y a Jesucristo y que es ciudadano de la Jerusalén celeste.

5.                 Carta a la Iglesia de Laodicea 3,14-22

            Laodicea de Frigia estaba situada a unos 65 kilómetros al sudeste de Filadelfia, en el valle del río Lico. Fue fundada en el siglo III a. C. por Antíoco II (261-246), con el fin de que fuese ciudadela del helenismo en los confines de la Frigia. Y le impuso el nombre de su mujer ”Laodicea”.

            Son varios los títulos que se dan a Cristo al comienzo de la carta: “el amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios” (v. 14). La extraña designación de Cristo como “el amén”, es decir, el inmutable, contrasta con la triste condición de Laodicea. Convenía afirmar, al principio de la carta, la veracidad absoluta e inmutable de Jesucristo, fiel en sus promesas y en sus obras, antes de hablar de Laodicea, la ciudad de los compromisos. Otro de los apelativos dados a Cristo es ser “el principio de la creación de Dios” (v. 14). Este título de Cristo no significa que Jesús sea considerado como la primera de las criaturas de dios, como lo interpretaban los arrianos, sino que designa el principio casual de la creación.

            A la Iglesia de Laodicea, Cristo reprocha el haber decaído de su fervor, dejándose llevar de la pereza y del tedio por las cosas religiosas. Cosa bien explicable en una ciudad dominada por el afán del negocio y del lucro temporal. Las preocupaciones por las cosas terrenas han sumido a los cristianos en un estado de indiferencia espiritual. Se ha vuelto “tibios”, como las aguas termales que corrían por sus términos. Este estado espiritual es el peor, porque en él no se sienten los remordimientos de conciencia. Hubiera sido mucho mejor que fuera “fría o caliente”, porque así el Señor no sentiría vómitos de ella y no la “vomitaría de su boca” (v. 16). Jesucristo les quiere hacer ver la realidad por medio de una serie de epítetos de gran vigor. La ciudad que se creía rica y autosuficiente, es llamada “desdichada, miserable, indigente”; la metrópoli del colirio es tachada de “ciega” y la que traficaba con ricas lanas y tejidos se encuentra “desnuda” (v. 17). Todos estos epítetos debían sonar extrañamente en la ciudad del negocio y de la opulencia. Ella corría inflatuada tras el dinero y las riquezas, sin darse cuenta de la extrema indigencia en que se encontraba.

            Cristo mismo indica los remedios que se han de aplicar a la Iglesia de Laodicea para que pueda salir del mal estado en que se encuentra (v. 18). Puesto que se encuentra en la indigencia y, por otra parte, son buenos comerciantes, les aconseja que “compren de su oro acrisolado por el fuego, para que se enriquezcan”. Es decir, han de acudir al que es rico y fuente de toda riqueza, a Jesucristo, el cual les dará un don espiritual que los enriquecerá sobre toda ponderación. Este don debe de ser la fe y la gracia santificante. Los Laodicenses han de comprar también “vestiduras blancas”, en lugar de negociar con sus lanas negras, para cubrir su “desnudez espiritual”. Las vestiduras blancas son símbolo de la gracia y de las virtudes del verdadero cristiano, que vienen como a cubrir la miseria de nuestra naturaleza corrompida. Y, finalmente, han de conseguir un “colirio espiritual”, que les curará de su ceguera, confiriéndoles, al mismo tiempo, el don de la penetración en su vida espiritual íntima.

            Jesucristo reprende a la Iglesia de Laodicea guiado por el amor que siente por ella (v. 19). Dios siempre se ha servido en la historia de las pruebas y castigos para purificar a los que ama. Jesucristo, que reina con Dios omnipotente sobre toda la creación, se presenta como humilde peregrino a las puertas de los cristianos, pidiendo hospitalidad y solicitando suplicante le abran[22] para celebrar con ellos la cena de la amistad (v. 20). La imagen de la cena o del banquete[23], representa frecuentemente en la Sagrada Escritura la bienaventuranza de la vida futura, la gloria. Sin embargo aquí, en este pasaje, no se trata del banquete de la gloria, sino de la entrada secreta en el corazón del fiel seguida de las alegrías de la gracia y de la recepción de la Eucaristía.

            Los vv. 19-20 se pueden contar entre los más conmovedores y tiernos del N. T. San Juan no olvida nunca, incluso en los momentos en que tiene que corregir más severamente que Dios es amor[24].

            El premio prometido a los vencedores es el reino de los cielos. La promesa, por tanto, se hace aquí escatológica[25]. Cristo, sentado a la diestra de Dios Padre, participa plenamente de su soberanía. Los fieles, que hayan vencido, también reinarán con Cristo y participarán del poder real que posee Jesucristo.
Florinda Panizo

[1] Ap 1,6; 2,27ss.; 35.21; 14,1.
[2] Ap 1,14.
[3] Sal 2,9.
[4] Hch 11,29; Rm 15,25, etc.
[5] Ap 2,4.
[6] Ap 2,14.
[7] 2 Re 9,33-37.
[8] 1 Tm 2,3-4.
[9] Ap 2,19.
[10] Jn 16,33.
[11] Ap 1,13.
[12] Ap 1,20.
[13] Mt 25,13; Mc 13,35; Lc 12,39 ss.
[14] 1 Jn 2,13ss; 5,4 ss.
[15] Ap 7,9.13 ss.
[16] Ex 32,32-33; Sal 69,29.
[17] Fil 4,3; Ap 20,11-15; 21,27.
[18] Lc 9,26.
[19] Ap 3,14; 9,11.
[20] Mt 24,35.
[21] Ap 21-22.
[22] Cant 5,2.
[23] Lc 14,15.
[24] 1 Jn 4,16.
[25] Ap 20,4.