miércoles, 24 de diciembre de 2014

LA PALABRA ERA DIOS

     
Nos ha nacido un Niño un Hijo se nos dio,
la tierra se ilumina de un nuevo resplandor.

         En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. En el evangelio de la misa de esta noche, san Lucas se entretenía en describir los particulares que rodearon el natividad del Hijo de María, pero en la misa del día, el evangelista Juan invita a contemplar la realidad de la grandeza del Dios de los padres, ante el cual los patriarcas y profetas se inclinaban llenos de temor, para decirnos que este Dios, en su amor por los hombres pronunció una Palabra, una Palabra que es vida y que la comunica con generosidad, que es luz que brilla en las tinieblas, que ha llamado a la existencia el universo entero, que ha escogido a los hombres para fijar entre ellos su residencia. Y esta Palabra, dice Juan, se hizo carne y acampó, o si se quiere, más textualmente, plantó su tienda entre nosotros. Este es el mensaje gozoso que la Navidad nos comunica: La Palabra de Dios, por la cual todo existe, todo es vida y luz, ha querido hacerse pequeña de alguna manera, adquirir la dimensión humana y convivir con los hombres como un hombre más.
Este es el mensaje gozoso, la buena nueva, el pregón de victoria de que habla el profeta en la primera lectura y que supone el resurgir de la ciudad santa de Jerusalén que por el pecado había sido arruinada. Pero este renacer reclama colaboración. En evangelio de la noche recordaba a los pastores que, después de oir el mensaje angélico, se pusieron en camino hasta postrarse ante el niño recien nacido. Juan, en cambio, habla de la dramática historia del encuentro entre la Palabra que viene al encuentro de los hombres y la actitud de éstos. La Palabra era luz que brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron. La Palabra era vida, el mismo mundo fue hecho por la Palabra, pero el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron.

Pero no podemos dejarnos desanimar por esta constatación. No todos han adoptado esta actitud negativa. A cuantos la recibieron les ha dado el poder ser hijos de Dios en la medida en que creen. He aquí el mensaje que acompaña al anuncio de la venida de la Palabra: Hay que creer, hay que abrirse, para que la Palabra pueda desplegar en nosotros toda su potencia y llevar a cabo su obra de salvación. Hoy la liturgia nos recuerda el hecho de la creación del hombre, a imagen y semejanza de Dios, pero esta obra magnífica, expresión del amor de Dios por los hombres, se vió alterada por el pecado del hombre. Pero Dios no ceja: y  Dios ha restablecido la dignidad del hombre por Jesús al hacerlo hijo de Dios y heredero del cielo.

El hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre nos ayuda a comprender otro aspecto importante: el valor que el hombre tiene para Dios. El hombre, cualquier hombre, entra en los planes de salvación de Dios. No en vano Jesús dirá con tono solemne: lo que hacéis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mi. Precisamente por eso, no podemos reducir la celebración de la Navidad a dar una mirada retrospectiva de la historia de salvación y a cantar el amor de Dios para con los hombres que, en un momento preciso lo ha llevado a nacer de María. Una auténtica celebración de la Navidad lleva consigo el plantearse cómo recibimos a Jesús. Ciertamente no se trata de saber como se recibiría a Jesús si se presentase a nosotros tal como lo conocieron sus contemporáneos. Hemos de esforzarnos a recibir a Jesús en todos y cada uno de los hermanos que tenemos a nuestro lado. Que el Dios hecho hombre nos ayude a descubrir el valor de todos y cada uno de nuestros hermanos, por quienes Jesús se entregó hasta el final. 



sábado, 20 de diciembre de 2014

DOMINGO IV DE ADVIENTO


         “Se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Cada vez que confesamos nuestra fe recitando el Credo, afirmamos  que Dios quiso hacerse hombre, participando de nuestra existencia, para ayudarnos a dar sentido a la vida que pasa y asegurarnos que, incluso después de la muerte, la vida no termina. Por esta razón, en la medida en que creemos, preocupa constatar que muchos están aprendiendo a prescindir de Dios. Y al decir que pasan de Dios quiere decir que lo ven todo y lo organizan todo de tejas para abajo, sin ninguna referencia a un nivel espiritual. Esta realidad debería conducirnos a ser más concientes de nuestra fe, para traducir en nuestra vida la fe que proclamamos de que Dios se hizo hombre, como recuerdan las lecturas que la liturgia  propone en este domingo.

La primera lectura recordaba la historia del rey David. Este monarca, después de haber vencido a sus enemigos, reunificado a su pueblo y establecido su capital en la ciudad de Jerusalén, deseó construir un templo para el Señor, su Dios. Construir sólidos edificios a la divinidad, era para los monarcas de aquel tiempo, un modo de asegurar la ayuda del cielo para fortalecer su poderío y tener, de alguna manera, a Dios a su alcance. Pero el Dios de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, porque está presente en todo lugar, en el cielo y en la tierra. Dios no puede aceptar iniciativas humanas que tiendan a dominarlo. Las palabras del profeta Natán a David contienen un mensaje válido también para nosotros. No interesa  construir estructuras o ideologías, sean religiosas o socio-políticas, sino trabajar para construi una casa, una familia, un pueblo de hombres  y mujeres libres que vivan en la justicia, en el derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una dinastía perpetua.

La historia, al hundirse el estado fundado por David, se encargó de demostrar que aquella promesa no se refería a una descendencia carnal. La reflexión del pueblo de Israel, primero, y de los cristianos, después, llevó a ver en esta promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesus de Nazaret, a quien confesamos Señor y Rey, que el apóstol Pablo, en la segunda lectura ha definido revelación del misterio mantenido secreto durante siglos eternos y manifestado ahora para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe.

Pero Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad para que colabore libremente a su vocación. El evangelio que leemos hoy, al recordar el anuncio del ángel a María, ha recordado el momento en que Dios pedía a la humanidad, representada de alguna manera por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la realidad de la salvación, que, a decir verdad, aún no ha mostrado toda su dimensión. María, con la concepción del Verbo hecho carne, llega a ser casa de Dios. María es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, verdadera casa de Dios, en espera de la casa definitiva, que será la Jerusalén del cielo, en la que todos los salvados vivirán en comunión definitiva con el mismo Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra, día tras día.

Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María al Señor que viene, de tal manera que la celebración de la Navidad, a la luz de la revelación cristiana, nos haga sentirnos de verdad casa de Dios, familia de Dios, que nos haga sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los humanos, que son en definitiva nuestros hermanos. Que la realidad del misterio de la Navidad nos haga más sensibles, y nos permita romper las murallas que nos encierran en el egoísmo y nos impiden ver y amar en el hermano a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

sábado, 6 de diciembre de 2014

FIESTA DE LA INMACULADA

Oh Dios, que por la
 Concepción Inmaculada 
de la Virgen María 
preparaste a tu Hijo 
una digna morada, 
y en previsión de la muerte
 de tu Hijo la preservaste 
de todo pecado, concédenos, 
por su intercesión, 
llegar a ti limpios de todas
 nuestras culpas.


          Dijo Dios a la serpiente: Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza. El relato del Génesis que se lee hoy evoca la situación del hombre que, al desobedecer a Dios, quedó  sometido al combate constante entre el bien y el mal. Sin embargo la tradición cristiana ha sabido descubrir en esta página sombría un signo de esperanza en el sentido de que la victoria final será para el género humano. En efecto, la estirpe de la mujer vencerá al maligno, cuando Dios, hecho hombre en el seno de María, se convertirá en salvación para toda la humanidad. El nombre de "madre de todos los hombres" con el que Adán saluda a Eva, encontrará su total realización en María, cuya maternidad será extendida, al pie de la cruz y por voluntad de Jesús crucificado, a todos los hijos de Dios.

         El designio de salvación dispuesto por Dios ha sido recordado por San Pablo en la segunda lectura, al afirmar que Él ha bendecido en Jesús a toda la humanidad para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor, para alabanza de su gloria. Este magnífico plan preparado por Dios tuvo su inicio en la persona de María, elegida y predestinada por Dios para ser la Madre de su Hijo en el momento de la Encarnación. El privilegio de la Concepción Inmaculada de María no aleja a la humilde Virgen de Nazaret del resto del pueblo de Dios, sino que hace de ella la primera criatura que recibe el don gratuito de la bendición divina en toda su plenitud, obtenida por el sacrificio de Jesús para todo el género humano.

         La lectura del Evangelio recuerda el anuncio del Ángel a María. Es uno de los textos bíblicos que más ha servido a la reflexión cristiana para profundizar el misterio de María, y en particular, su Concepción Inmaculada. San Lucas, al narrar el anuncio del Ángel a María, con sus palabras escogidas con precisión, evoca un contexto de referencias bíblicas que abren horizontes vastísimos, y colocan el "fiat", el sí de la Virgen en el centro de la historia de la salvación. «Alégrate, llena de gracia, -dice el Ángel -, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres... No temas, has encontrado gracia ante Dios».

         Las palabras del Ángel, colocadas en el contexto de toda la Escritura bíblico,  hacen comprender que los anuncios proféticos relativos al pueblo escogido, no han de aplicarse a un pueblo concreto en la historia sino al resto fiel del pueblo, sobre el cual Dios ha mantenido su misericordia, y entre este resto fiel han de entenderse sobre todo como relativas a la humilde Virgen María, que aceptó acoger al Dios que, en su amor, viene a salvar a todos los hombres que estén dispuestos a acogerle con la misma generosidad de María. Sobre María descansa el Espíritu del Altísimo, aquel mismo Espíritu que al comienzo planeaba sobre las aguas para dar vida al universo, y que en el éxodo guió a Israel hacia la tierra prometida.

         En el corazón del Adviento, el tiempo litúrgico que invita a esperar la manifestación gloriosa del Señor, que, según las antiguas promesas, viene a salvar a todos los hombres, la contemplación del misterio de María en su Concepción Inmaculada, ofrece un ejemplo de esta salvación, que ha manifestado toda su magnificencia. En efecto, María es la primera criatura que ha sido redimida en plenitud, que ha participado totalmente en el misterio salvador de Jesús. María es pues el vértice santo del pueblo de Dios llamado a la santidad. Como cantaremos en el Prefacio, ella es «Comienzo e imagen de la Iglesia», a la cual pertenecemos también nosotros. Ella, con su "fiat" indica el camino a seguir, nos enseña a abrirnos generosamente a la acción salvadora de Dios, para que un día, con Ella, podamos participar plenamente en el Reino que su Hijo nos ha preparado.