lunes, 25 de febrero de 2013

Jonás y las dificultades de ser profeta


Jonás, había tratado de responder a las preguntas básicas que le dirigieran los marineros: “¿Oficio, lugar, país, pueblo? ¿Quién eres de verdad?” Esa es la gran pregunta (Jonás 1, 8-10). Los marineros desvelan la verdad más auténtica sobre Jonás: en realidad eres un huido, alguien sin raíces, sin arraigo. Tu manera de servir a Dios no te ha servido de arraigo personal, tu religión no ha mostrado el sentido básico de tu existencia, no has anclado tu ser en la búsqueda de la verdad, la verdadera búsqueda. Un profeta sin raigambre vital que no sabe funcionar si lo sacan de sus parámetros religiosos. Un huido en la más profunda soledad que no ha descubierto los caminos de la comunión.

La terapia definitiva para los marineros es “tirarlo al mar”. Tirarlo al “gran mar”. Ahí, en la profunda soledad del mar habría de aprender el profeta cómo debe ser una profecía para el mar, para la globalidad, para todo el pueblo. Y cuando se va al mar, a la ciudadanía, al cosmos, las fuerzas negativas del mar se calman, se entra en la bonanza de la fraternidad, se atisba el nuevo amanecer que esperan todos los pueblos. Pablo de Tarso entendió “como un nuevo amanecer” su misión a los paganos (Hech 26, 23).

 Jonás, en el vientre de la ballena, en su oración, en su actitud, manifiesta aún que su estructura religiosa es compacta, no hay quien haga mella en el mundo de sus convicciones. Jonás hace responsable de sus males a Dios: “Tú me has arrojado al fondo… tus olas son las que me arrollan” (2, 3-4). Además, los absolutos religiosos de Jonás siguen intocables: su gran ilusión es volver a ver otra vez el templo. No es su anhelo que los pueblos encuentren a Dios para encontrar así la fraternidad, sino que los absolutos religiosos, tan permanentemente amados, no queden cuestionados.

 Por eso la confesión final es definitiva: los paganos siempre serán desleales, yo seguiré en mis “votos”, en mis absolutos… Todo está en el lugar de siempre, nada ha cambiado, y ni la irrupción de Dios tiene poder para modificarlos si uno no se abre a la gracia. La experiencia religiosa, cuando es cerrada, inmuniza contra la misma acción de Dios. Esa es la tremenda paradoja de quien no se abre a la profecía global de la fraternidad y de un Dios para todos.

En El signo de Jonás, aparentemente el diario de un monje cada vez más asentado en su monasterio, Merton mezcla sus convicciones espirituales con sus vivencias sociales, y eso daba como resultado no el protagonismo publicista de su autor, sino una profecía de alcance universal. Merton trata de demostrar que él es el primer fruto de esa profecía de unidad en el interior de un monasterio, no porque haya encontrado la solución para la conversión de Nínive, sino porque se ha convencido de que también en Nínive hay semillas de esperanza: Nínive necesita “pregones”, ofertas de vida, no tanto condenas y exclusiones. Él mismo confiesa en Nuevas semillas de contemplación:  

De alguna manera, tengo que buscar mi identidad no sólo en Dios, sino también en los otros. Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si perteneciera a una especie diferente.[1]

Nínive es, ciertamente, es el retrato más inicuo de la humanidad, esa “zona oscura” con la máxima proyección de inhumanidad. Pero Jonás debe transformarse más que en un profeta de condenas en un profeta de vida posible: el profeta debe hacer ver a las personas que su situación entraña posibilidades de cambio, que se pueden suscitar horizontes.

 En Nínive se produce una “conversión cósmica” –hombres y animales, vacas y ovejas- , es decir, una reorientación. Pero a la profecía de Jonás no le interesaba para nada esa conversión cósmica. Ella buscaba una conversión religiosa, que toda persona reconozca la superioridad del Dios Yahvé y que el templo sea entendido como el ombligo del mundo. Una conversión del cosmos, una reorientación de lo creado, la senda nueva de un mundo en paz y buenas relaciones entre las criaturas son cosas de poco interés para la profecía en un marco de religiosidad estrecha. Y, sin embargo, en esa reconciliación general reside el secreto de un mundo nuevo.

Dios disfrutó al ver que hasta Nínive podía vibrar con la profecía de la bondad y de la justicia. Pero Jonás vuelve a orar desde la irritación (4, 1-4). En El signo de Jonás Merton nos recuerda que una oración hecha desde la irritación, la desconfianza en el otro, o la postura de superioridad, es inhumana y absolutamente inservible, tanto para el orante como para sus intenciones. La falsa religión, la que no vive centrada en “esa secreta esperanza, ese secreto aguardado”, no nos permite abrazar los grandes valores también del Evangelio (la paz, la misericordia, la justicia, la trascendencia, la generosidad, el acompañamiento a los débiles, el servicio, etc.).

La misericordia de Dios no es restrictiva ni excluyente, sino completamente inclusiva, absolutamente fraterna. Y que un monje cisterciense manifestara todo esto en un diario personal y monástico resultaba por aquel entonces incomprensible para muchos miembros de su propia orden. Pero Merton había comprendido muy bien lo que fallaba en Jonás, y lo que brillaba en Dios, y sabía que como monje contemplativo debía entender lo que Dios quería para él y para todo el mundo. Lo refleja en Nuevas semillas de contemplación:

Así pues, Dios se hizo hombre. Asumió la debilidad y la mediocridad humanas y Se ocultó, haciéndose un ser humano anónimo e insignificante en un lugar sin importancia alguna. Y no quiso en ningún momento dominar sobre los hombres, ser Rey, Jefe, Reformador o Superior a sus criaturas de alguna manera. No quiso ser más que su hermano, su consejero, su siervo y su amigo.[2]

P. Francisco Rafael Pacual
 Abadía Cisterciense De Viaceli





[1] Merton, Nuevas semillas de contemplación, 70.
[2] Ibid., 298.