domingo, 14 de abril de 2013

¿DÓNDE ESTÁ TU HERMANO? 1


LA FRATERNIDAD EN LA SAGRADA ESCRITURA
La palabra hermano, designa a los hombres nacidos de un mismo seno materno[1]. En hebreo, se aplica por extensión a los miembros de una misma familia[2], de una misma tribu[3] de un mismo pueblo[4], por oposición a los extranjeros[5], y finalmente a los pueblos descendientes de un mismo antepasado, como Edom e Israel[6]. Al lado de esta fraternidad fundada en la carne conoce otra la Biblia, cuyo vínculo es de orden espiritual: fraternidad por la fe[7], la alianza contraída[8].
La fraternidad, es una relación clave y fundamental para el desarrollo de la persona y de la comunidad, ya sea la comunidad de la familia humana, o de la comunidad en la vida monástica.
Para nosotros creyentes que nos hemos comprometido con Dios, deberíamos ser los primeros en realizar esta dimensión que nos enseña la Escritura sobre la fraternidad, de forma que contagiemos a los demás. La multitud de relatos o pasajes en la Biblia que hablan de la fraternidad, lo hacen porque nos permiten ver y presentar este contenido desde muchos puntos de vista, con muchos aspectos problemáticos y positivos a la vez.
En los orígenes. Al crear Dios el género humano de un solo principio[9], depositó en el corazón de los hombres la aspiración a una fraternidad en Adán; pero este sueño no se hace realidad sino a través de una larga preparación. La historia de los hijos de Adán, es la de una fraternidad rota: Caín mata a Abel por envidia[10]. Desde Adán era la humanidad pecadora, y con Caín se desenmascara en ella un rostro de odio, que ella misma tratará de velar tras el mito de una bondad humana original. El hombre debe reconocer que el pecado está agazapado a la puerta de su corazón[11], y tendrá que triunfar de él si no quiere que él lo domine.
La fraternidad en la Alianza. Antes de que Cristo asegure este triunfo, el pueblo elegido va a pasar por un largo aprendizaje de la fraternidad. Primero, fraternidad entre hijos de Abraham, por la fe en el mismo Dios y por la misma Alianza. Tal es el ideal definido por la ley de santidad: No odiarás a tu hermano..., amarás a tu prójimo[12]. Las tradiciones patriarcales refieren hermosos ejemplos de esta fraternidad: Abraham y Lot evitan las discordias[13], Jacob se reconcilia con Esaú 33,4, José perdona a sus hermanos[14].
Pero la puesta en práctica de tal ideal tropieza siempre con la dureza de los corazones humanos. La sociedad israelita, tal como la ven los profetas dista bastante de esta meta. Nada de amor fraterno[15]; nadie tiene consideraciones con su hermano[16]; la injusticia es universal, ya no hay confianza posible[17]; no puede uno fiarse de ningún hermano, pues todo hermano quiere suplantar al otro[18], y Jeremías mismo es perseguido por sus propios hermanos[19]. A este mundo duro hacen presentes los profetas las exigencias de la justicia, de la bondad, de la compasión[20]. El hecho de tener a su Creador por Padre común[21], ¿No confiere a todos los miembros de la Alianza una fraternidad más real todavía que su común descendencia de Abraham?[22]. También los sabios ensalzan la verdadera fraternidad. Nada más doloroso que el abandono de los hermanos[23]; pero un verdadero hermano ama siempre, aunque sea en la adversidad[24]; no se lo puede cambiar por oro[25], pues un hermano ayudado por su hermano es una plaza fuerte[26]. Dios odia las querellas[27], ama la concordia[28]. ¡Oh! ¡Qué bueno y agradable es vivir los hermanos juntos![29].
Hacia la reconciliación de los hermanos enemigos. El don de la ley divina no basta para rehacer un mundo fraterno. A todos los niveles se echa de menos la fraternidad humana. Más allá de las querellas individuales ve Israel disolverse el vínculo de las tribus[30], y el cisma tiene como consecuencia guerras fratricidas[31]. Al exterior tropieza con los pueblos-hermanos más próximos, como Edom, al que tiene el deber de amar[32], pero que por su parte no tiene la menor consideración con él[33]. ¿Qué decir de las naciones más alejadas, divididas por un odio riguroso? En presencia de este pecado colectivo, los profetas se vuelven a Dios. Él solo podrá restaurar la fraternidad humana cuando realice la salvación escatológica. Entonces reunirá a Judá y a Israel en un solo pueblo[34], pues Judá y Efraím no se tendrán ya envidia[35]; reunirá a Jacob entero[36], será el Dios de todos los clanes[37]; los dos pueblos caminarán de acuerdo[38], gracias al rey de justicia[39], y ya no habrá sino un solo reino[40]. Esta fraternidad se extenderá finalmente a todas las naciones: reconciliadas entre sí, recobrarán la paz y la unidad[41].
El primogénito de muchos hermanos. El sueño profético de fraternidad universal se convierte en realidad en Cristo, nuevo Adán. Su realización terrena en la Iglesia, por imperfecta que sea todavía, es el signo tangible de su cumplimiento final. Con una muerte en la cruz vino a ser Jesús el primogénito de una multitud de hermanos[42]: reconcilió con Dios a los dos pueblos, el pueblo judío y las naciones[43]. Juntas tienen ahora acceso al reino, y el hermano mayor, el pueblo judío, no debe tener celos del pródigo, regresado por fin a la casa del Padre[44]. Pero para entrar en esta nueva fraternidad no basta ya ser hijo de Abraham según la carne: por la fe y por el cumplimiento de la voluntad del Padre viene uno a ser hermano de Jesús[45]. Fraternidad real y profunda que permite al resucitado designar a sus discípulos como sus hermanos[46]; pero Él mismo es quien la ha recreado, al hacerse por su muerte semejante en todo a ellos[47].
Comunidad de hermanos en Cristo. Jesús mismo, mientras vivía, puso los fundamentos y enunció la ley de la nueva comunidad fraternal: reiteró y perfeccionó los mandamientos concernientes a las relaciones entre hermanos[48], dando un lugar importante a la corrección fraterna[49]. Cada uno debe ejercitar su amor para con el más pequeño de sus hermanos desgraciados, pues en ellos encuentra siempre a Cristo[50]. Después de la resurrección, una vez que Pedro ha fortalecido a sus hermanos[51], los discípulos constituyen entre ellos, una fraternidad[52]. Al principio continúan dando el nombre de hermanos a los judíos, sus compañeros de raza[53]. Pero Pablo no ve ya en ellos sino a sus hermanos según la carne[54]. Una nueva raza ha nacido a partir de los judíos y de las naciones[55], reconciliada en la fe en Cristo. Nada divide ya entre sí a los miembros, ni siquiera la diferencia de condición social entre amos y esclavos[56]; todos son uno en Cristo, todos hermanos, fieles muy amados de Dios[57]. Tales son los verdaderos hijos de Abraham[58]: constituyendo el cuerpo de Cristo[59] han hallado en el nuevo Adán el fundamento y la fuente de su fraternidad.
El amor fraterno. El amor fraterno se practica en primer lugar en el seno de la comunidad creyente. Esta fraternidad sincera no es una mera filantropía natural: no puede proceder sino del nuevo nacimiento[60]; pues si trata de alcanzar a todos los hombres, se ejerce en el interior de la pequeña comunidad: huida de las disensiones[61], apoyo mutuo[62], delicadeza[63]. Este amor fraterno es el que consuela a Pablo a su llegada a Roma[64]. En su epístola Juan parece haber dado a la palabra hermano, una extensión universal que otras veces se reserva más bien a la palabra prójimo. Pero su enseñanza es la misma y el autor sitúa netamente el amor fraterno en los antípodas de la actitud de Caín[65], haciendo de él el signo indispensable del amor para con Dios[66].
Hacia la fraternidad perfecta. Sin embargo, la comunidad de los creyentes no se realizó jamás perfectamente aquí en la tierra: en ella pueden hallarse indignos[67], pueden introducirse falsos hermanos[68]. Pero sabe que un día el diablo, el acusador de todos los hermanos delante de Dios, será derrocado[69]. La comunidad, en tanto llega esta victoria final, que le permitirá realizarse con plenitud, da ya testimonio de que la fraternidad humana está en marcha hacia el hombre nuevo, por el que se suspiraba desde los orígenes.


[1] Gen 4,2.
[2] Gen 13.8; Lev 10, 4; Mc 6, 3.
[3] 2 Sa 19,13.
[4] Dt 25, 3; Jue 1, 3.
[5] Dt 1,16; 15,2ss.
[6] Dt 2, 4; Am 1, 11.
[7] Hch 2,29.
[8] Am 1, 9; 1 Re 20, 32; 1 Mac 12, 10.
[9] Gen 1-2; Hech 17, 26.
[10] Gen 4,9.
[11] Gen 4,7.
[12] Lev 19,17s.
[13] Gen 13,8.
[14] 45,1-8.
[15] Os 4,2.
[16] Is 9,18ss.
[17] Mq 7,2-6.
[18] Jer 9,3.
[19] Jer 11, 18; 12, 6; Sal 69, 9.
[20] Zac 7,9s.
[21] Mal 2,10.
[22] Is 63,16.
[23] Pro 19, 7; Job 19, 13.
[24] Prov 17,17.
[25] Ecl 7,18.
[26] Pro 18,19, LXX.
[27] Pro 6,19.
[28] Ecl 25,1.
[29] Sal 133,1.
[30] 1Re 12,24.
[31] Is 7,1-9.
[32] Dt 23,8.
[33] Am 1, 11; Num 20, 14-21.
[34] Os 2,2s.25.
[35] Is 11,13s.
[36] Miq 2,12.
[37] Jer 31,1.
[38] Jer 3,18.
[39] Jer 23,5ss.
[40] Ez 37,22.
[41] Is 2,1-4. 66,18ss.
[42] Rom 8,29.
[43] Ef 2,11-18.
[44] Lc 15,25-32.
[45] Mt 12.46-50; 21, 28-32.
[46] (Mt 28, 10; Jn 20, 17).
[47] Heb 2,17.
[48] Mt 5,21-26.
[49] Mt 18,15ss.
[50] Mt 25,40.
[51] Lc 22,31s.
[52] 1Pe 5,9.
[53] Hech 2,29 3,17.
[54] Rom 9,3.
[55] Hech 14,1s.
[56] Flm 16.
[57] Col 1,2.
[58] Gal 3,7-29.
[59] 1Cor 12,12-27.
[60] 1Pe 1,22s.
[61] Gal 5,15.
[62] Rom 15,1.
[63] 1Cor 8,12.
[64] Hech 28,15.
[65] 1Jn 3,12-16.
[66] 1Jn 2,9-12.
[67] 1Cor 5,11.
[68] Gal 2,4s.; 2Cor 11, 26.
[69] Ap 12,10.