viernes, 31 de octubre de 2014

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS


“Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los santos”. Con estas palabras inicia en este día la plegaria eucarística, para recordarnos a todas aquellas personas que, después de haber superado las dificultades de la vida presente, participan ya en la gloriosa liturgia del Reino, glorificando y dando gracias a Dios. Los que formamos la comunidad itinerante de los creyentes nos esforzamos con esperanza a caminar hacia esta realidad, que, en verdad, solamente una fe firme puede ayudarnos a esperar. Sin duda sirve de ayuda y consuelo saber que algunos de los nuestros ya han terminado con éxito su camino y gozan de la paz definitiva y que podemos contar con ellos como amigos y modelos.

         La liturgia de este día nos propone el tema de la reunión de los justos en la montaña en la cual Dios ha establecido el lugar santo de su presencia. El texto que se utiliza hoy como salmo responsorial, el salmo 23, desarrolla este tema en un contexto procesional, probablemente en relación con el Arca del Señor que se conservaba en el templo de Jerusalén. La primera estrofa del salmo es un breve himno que canta el dominio cósmico de Dios, autor y conservador de todo. El universo entero así como todos los que lo habitan, son obra de Dios, el cual ha querido establecer su morada en la montaña que se alza en medio de Israel, y hacia la cual los hijos de Jacob se dirigen para rendirle culto. Pero este lugar santo permanece abierto no sólo para los hijos de Israel, sino también para todos los hombres.

Para subir a esta montaña sin embargo es necesario observar determinadas condiciones: tener las manos inocentes y el corazón puro. En otras palabras, para participar en el culto, temporal o definitivo, de Dios, es necesario que la vida de cada día esté inspirada por los mandamientos que el mismo Dios indicó en el momento de establecer su Alianza con los hombres. A quien se comporta de este modo le corresponde tener parte en la bendición divina, convirtiéndose en la generación que busca al Señor, es decir que desea encontrarse ante su presencia en su santuario, para participar en el culto que allí se celebra. Lo que era una realidad para los peregrinas de Israel que se acercaban al templo de Sion, lo es para todos los que desean participar de la intimidad de Dios en la morada definitiva de la nueva Jerusalén.

         En la primera lectura, san Juan contaba una visión que tuvo: los elegidos, tanto los que vienen del pueblo de Israel y que habían sido marcados, como las muchedumbres que vienen de toda nación, raza, pueblo y lengua, con vestidos de fiesta, cantan las alabanzas de Dios salvador que les ha hecho superar el pecado y la muerte, para gozar de la vida eterna. El simbolismo de estas imágenes, ricas de contenido, ofrecen dos aspectos que conviene subrayar: la reunión de todos los hombres en una única comunidad festiva, que proclama, alabando y dando gracias por la realidad de la propia salvación, y la parte que corresponde a Dios que ha querido y hecho posible este encuentro de salvación.

         Esta comunión de los elegidos con Dios, que se manifestará plenamente al fin de los tiempos, tiene como fundamento el hecho que el amor de Dios nos ha concedido poder ser sus hijos. Esta realidad aún no se ha manifestado plenamente, dado que la experiencia cotidiana enseña cómo queda escondida en la ambiguedad y las contradicciones del vivir humano. En la medida en que el cristiano vive en la esperanza de la manifestación final, el tiempo presente es una invitación a purificar nuestra relación con Dios, es decir hemos de actuar las condiciones puestas por Dios para que el Reino pueda ser un hecho, no solamente personalmente sino también comunitariamente.


         El empeño activo y concreto que la esperanza cristiana propone a los creyentes en vista del encuentro final con Dios encuentra una formulación concreta en las bienaventuranzas que el evangelio propone. El quehacer que se espera de los creyentes es precedido del anuncio de la felicidad que Dios mismo ha destinado para sus hijos. La palabra de Jesús no invita a una evasión espiritual sino a vivir, en la lógica del misterio pascual, los conflictos y las miserias de la vida cotidiana. 

sábado, 25 de octubre de 2014

Domingo XXX del Tiempo Ordinario


“Los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se le acercaron y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Un doctor de la ley, especializado en el estudio y la observancia de la legislación religiosa de Israel, plantea a Jesús una pregunta, al parecer inocente, acerca de cuál es el mayor mandamiento de la ley de Dios.  Para entender el sentido de la prueba que los fariseos plantean a Jesús, conviene tener presente que la Escritura, fundamento de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, establecía determinadas  normas, que la tradición posterior fue aumentando, con cuya observancia Israel expresaba su alianza con el Dios que lo había escogido. Pero la multiplicidad de mandamientos dio pie al deseo de encontrar un principio general que conglobase el resto.

            Interrogado acerca de cual es el mayor mandamiento de la ley, Jesús responde citando un texto del libro del Deuteronomio, que forma parte del Shema, la profesión de fe que todo israelita debía repetir dos veces al día, y que resume el contenido esencial de toda la revelación insistiendo en el amor total hacia Dios, que ha de empeñar toda la persona durante toda su vida. Pero Jesús añade inmediatamente un segundo mandamiento que dice semejante al primero, citando esta vez un pasaje del libro del Levítico: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

            Amar a Dios y amar al prójimo no son una novedad cristiana, pues la ley de Israel los ha conocido siempre. La primera lectura ha recordado una serie de preceptos del Antiguo Testamento, que recomiendan un respeto para los demás hombres, y en especial por los marginados y oprimidos, representados por el pobre, el huérfano, la viuda, el forastero. La novedad está en el hecho de decir que estos dos mandamientos son semejantes, que tienen el mismo valor. Con esto Jesús quiere decir que amar al hermano es tan urgente y necesario como amar a Dios.

            Jesús enseña que nuestro Dios no es un Dios egoista, que sólo piensa y exige ser amado, olvidándose del resto. Nuestro Dios pone junto a la exigencia del amor debido a él, el amor debido al prójimo. El servicio que hemos de prestar a Dios, lleva consigo obligaciones que se refieren a los hermanos. La razón de esta afirmación es que todos los hermanos  han sido objeto del amor de Dios de tal manera que no ha dudado en dar su propio Hijo por ellos. No puede existir un servicio a Dios que olvide el servicio al hombre. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera, dice Jesús. El que busca de verdad el bien del prójimo puede estar seguro de vivir correctamente su relación con Dios.

            La voluntad de Dios se nos manifiesta constantemente como un desafío que pide nuevas respuestas según las exigencias de nuestros hermanos. La historia de los hombres, que es la historia de la salvación, se escribe cada día. A veces se escriben páginas en las que destaca el egoísmo, la ambición, el sórdido interés, la falta de respeto del otro, la conculcación de la justicia y del derecho, la cobardía de los hombres, e incluso de los cristianos. Nosotros que hemos creído en el amor de Dios hemos de comportarnos de otra manera: hemos de vivir el amor a Dios amando y sirviendo a nuestros hermanos, sin distinción alguna.

            San Pablo, en la segunda lectura, recordaba como los cristianos de Tesalónica, abandonando los ídolos, se volvieron a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero. Hemos de pedir a Dios que nos conceda  poder dejar todos los ídolos que enmascaran nuestra condición de cristianos para poder ofrecer un servicio a Dios, tal como él lo quiere, es decir pasando por el servicio ofrecido a los hermanos, recordando lo que San Juan, en su primera carta afirma: “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece al hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Quien ama a Dios, ame también a su hermano”.


Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

sábado, 18 de octubre de 2014

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO




“Pagad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Jesús concluye con estas palabras el intento de fariseos y herodianos de ponerle en dificultad ante el pueblo y ante las autoridades con motivo del tributo impuesto por los romanos. Pero esta sentencia de Jesús contiene un mensaje aún válido para nosotros, que vivimos en una realidad socio-política muy diferente diferente.

            Fariseos y herodianos eran dos grupos políticos que ejercían un real poder en la Palestina del entonces. Los fariseos, fieles a las prescripciones de la ley mosaica, eran contrarios al poder romano, pero lo aceptaban por razones prácticas.. Los partidarios de Herodes, en cambio, eran colaboradores decididos de Roma. La cuestión planteada a Jesús era algo más que un simple juego de palabras, pues intentaba ponerle ante un compromiso cargado de graves consecuencias. Jesús sabe que sus interlocutores no buscan respuestas concretas sino que tratan de ponerle en dificultad. Con la moneda del tributo en la mano, que se ha hecho dar por los mismos que lo interrogaban, Jesús decide: «Pagad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».

            Invitando a dar al César lo que le corresponde, Jesús reconoce que el poder político tiene su valor, que le compete responsabilidad para trabajar en bien del pueblo. Delicadamente invita a entender que todo poder humano entra en el plan de Dios y tiene su papel en el esquema de la historia de la salvación. Es desde esta perspectiva que conviene entender la primera lectura de este domingo, que interpreta, desde el designio de Dios de salvar a su pueblo, los acontecimientos políticos que, a mediados del siglo VI antes de Cristo, llevaron a Ciro, rey de los persas, a vencer y subyugar los demás estados del Medio Oriente.

            Jesús es el Mesías enviado por Dios, pero este hecho no supone que pueda arrogarse funciones y responsabilidades que competen a la autoridad humana. Jesús ha venido a anunciar el reino de Dios y la llamada divina a recibir el reino y sus exigencias, pero esto no supone ningún conflicto con las realidades representadas por los estados y poderes humanos. Pero esta actitud no invita a desentenderse de las realidades de la sociedad humana organizada. El que quiere ser discípulo de Jesús no puede quedarse al margen de la vida social ni desinteresarse de ella, sino que ha de asumir las obligaciones comunes. Jesús ´no es un anarquista contrario al poder humano. Es aceptando los derechos legítimos del César, es decir, asumiendo las realidades de su tiempo y de su pueblo, que Jesús manifiesta su soberana libertad de Hijo de Dios.

            Insistiendo en la necesidad de dar a Dios lo que es de Dios, Jesús invita a vivir la propia vida en todos sus aspectos, incluidas las obligaciones políticas y sociales, en la fidelidad a Dios. Si el estado puede exigir del hombre sus servicios y sus bienes, con más razón Dios puede exigir el empeño total de la persona humana, que escoge servirle. Ser testigos del reino de Dios en el mundo está reñido con una indiferencia hacia las realidades terrenas, considerándolas como sin valor. El cristiano, precisamente porque está empeñado a ser fiel a las exigencias del Reino, no puede rehuir la colaboración con las realidades del mundo, las cuales conservando su valor y su autonomía, permanecen sometidas al dominio supremo del Creador.

            La celebración de este domingo debe ayudarnos a trabajar para dar a Dios lo que es de Dios, demostrando en todo momento la actividad de nuestra fe, el esfuerzo de nuestro amor y el aguante de nuestra esperanza, características que San Pablo, en la segunda lectura, recordaba como propias de los cristianos de Tesalónica, sin olvidar la responsabilidad que pesa sobre nosotros, como ciudadanos del mundo, de dar, también con empeño, al Cesar lo que es del Cesar, contribuyendo para que en el mundo puedan reinar la libertad, la justicia y la paz.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli

sábado, 11 de octubre de 2014

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO



El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados encargándoles que les dijeran: tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda. Esta parábola repite, de alguna manera, el mismo mensaje de la parábola del domingo anterior. Jesús insiste en el mensaje del amor de Dios, que quiere salvar a todos, haciéndoles participar en su vida, pero encontraba la falta de interés e incluso con la oposición de sus oyentes. Israel, que en su condición de pueblo elegido, era el invitado a participar en la nueva comunión de vida ofrecida por Dios a los hombres en su Hijo Jesucristo, sin embargo rechazó las constantes invitaciones a la conversión, e incluso llegó al trato cruel dado a los enviados del rey. Esta actitud negativa de los primeros invitados hacia los siervos del rey tiene como consecuencia dejar su puesto en la mesa a otros comensales, llamados cuando menos se lo esperaban.


Pero además de esta realidad, la parábola evoca varios temas bíblicos, cargados de significado en el conjunto de la historia de la salvación. El primero es el del banquete preparado por Dios al final de los tiempos, banquete que reunirá alrededor de la misma mesa a cuantos se han mostrado fieles servidores de Dios. El tema lo ha ilustrado el fragmento del libro de Isaias de la primera lectura. El hecho de reunirse alrededor de una mesa para comer y beber juntos ha permitido a menudo establecer entre los comensales una relación más intensa, que puede favorecer un crecimiento en el mutuo concimiento y la posibilidad de una mayor amistad. No es de extrañar pues que Dios, por medio de los autores de la Escritura, haya utilizado esta imagen para recordar a la humanidad su proyecto de reunirlos a todos para hacerles partícipes de su amor y de su vida. El tema del banquete que Dios prepara para el final de los tiempos está relacionado también con la Eucaristia, el banquete al que Jesús nos convoca todos los domingos, alrededor del altar, para participar de su cuerpo y de su sangre.


El segundo tema es el de las bodas. La Biblia, para evocar el gesto de Dios que busca a la humanidad para introducirla en su amor y en su vida, ha utilizado a menudo la imagen nupcial en la que Dios actua como esposo y el pueblo com esposa. Así se quiere indicar la relación estrecha que Dios quiere establecer con nosotros.

Otro tema que la parábola propone es la gratuidad del amor de Dios para con nosotros. El gesto del rey, que ante la negativa de los convidads de la primera hora a participar en el festín, hace salir a ls criados por los caminos, para llamar a todos, buenos y malos como precisa el evangelio, gratuitamente, sin limitaciones, muestra la fuerza de su amor: la llamada es general y no presupone ningún requisito: malos y buenos son llamados e introducidos en la sala del banquete, indicando así que basta acoger la invitación.


Pero no se puede pasar por alto otro tema insinuado en la parábola por la escena del invitado que no se ha vestido de fiesta para participar en el festín. Es cierto que Dios llama a todos, sin distinción, sin preferencias, pero quien ha acogido la invitación para participar en el festín de Dios, ha de demostrar un mínimo de respeto, y no desmerecer la llamada recibida. Hay que disponerse convenientemente para obtener los frutos del Espíritu.


Jesús en su parábola ha recogido estos temas y les ha dado un significado muy concreto. Todos nosotros hemos sido llamados por Dios para participar en su vida que no tiene fin. La vida cotidiana, llena de angustias, tristezas, trabajos y pruebas, ha de quedar iluminada por esta llamada a participar en el festín que Dios nos ha preparado. Todo lo puedo en aquel que me conforta, decía san Pablo en la segunda lectura. Esforcémonos también nosotros para responder debidamente y revestirnos con el hábito nupcial que nos permita gozar con plenitud cuanto Dios nos ofrece


sábado, 4 de octubre de 2014

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO - Isaías (5,1-7)

Yo os he elegido del mundo, para que vayáis y deis fruto,
 y vuestro fruto dure --dice el Señor (Jn 15, 16)

Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; construyó en medio de una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. Un antiguo canto popular que recoge el lamento de un enamorado al constatar la infidelidad de la persona amada sirve al profeta Isaías  para montar los esfuerzos de Dios en favor de su pueblo, esfuerzos que acaban en un rotundo fracaso, pues mientras se esperaban sus frutos como respuesta a los desvelos, la viña le responde con agraces. Isaías invita a los habitantes de Jerusalén a hacer de jueces entre el amigo y su viña, para terminar anunciando las consecuencias de tal actitud: el amor decepcionado abandona, con pesar, a la viña a su propia suerte, y este abandono supone la ruina de la viña.

Cuando Jesús pronunció la parábola que el Evangelio propone hoy, quienes le escuchaban debieron relacionarla con facilidad con el antiguo poema de Isaías. El texto evangélico no se limita a reproducir los particulares del oráculo profético, sino que añade elementos nuevos para adaptarlo a las circunstancias del ministerio de Jesús. La constatación de la falta de fruto en el momento oportuno, aparece ligada al comportamiento desacertado de los labradores hacia los enviados por el amo de la viña, y sobre todo hacia su propio hijo, indicando de esta manera la suerte corrida por los profetas del antiguo testamento, así como lo que estaba por suceder al mismo Jesús. La sentencia que el mismo auditorio pronuncia, «Hará morir de mala muerte a estos malvados y arrendará la viña a otros labradores», prevé el castigo, no tanto de la viña cuanto de aquellos que la administran, indicando que la viña será entregada a otros, que podrán producir frutos al tiempo debido.

La parábola ofrece pues una dramática visión de la historia del pueblo que, elegido por Dios y objeto de sus cuidados amorosos a lo largo de la historia, se ha manifestado desobediente a la voluntad de Dios y sordo a las invitaciones a la conversión. Los labradores, matando al hijo, pensaban quedarse con toda la herencia, pero se equivocaron. El hijo rechazado y muerto, se convierte en el Mesías, que después de su glorificación confía su viña, es decir el reino de los cielos, la iglesia, a otro pueblo, del que se espera que de el fruto en tiempo debido. Pero no podemos olvidar que la alianza que Dios hace con su pueblo reclama convertir la vida en un servicio fiel y constante. Si la alianza de Dios con Israel no dio el fruto que se esperaba, el nuevo Israel, la Iglesia, que tiene como piedra angular al mismo Jesús, ha de esforzarse para dar el fruto esperado.

Y aquí conviene preguntarnos: ¿Cómo es el fruto que damos? ¿Servimos a Dios y a su voluntad de todo corazón buscando, como  dice san Pablo en la segunda lectura, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito? No se puede olvidar que se nos pedirá cuenta de nuestro servicio. No basta pertenecer a la Iglesia, no basta pertenecer a un pueblo que, por los avatares de la historia, dice ser cristiano y católico, pues si no damos fruto, podemos perder incluso lo que tenemos. Consideremos el hecho de que los países que fueron la cuna del cristianismo, el próximo oriente y el norte de África hoy han dejado de ser cristianos. Si nuestra fe no es sincera y profunda, capaz de dar sentido a nuestro quehacer cotidiano, si introducimos una escisión entre lo que exige la fe y el resto de nuestra actividad humana y social, corremos el peligro de no dar el fruto que se espera de nosotros.

La historia de la salvación, personal o comunitaria, es una delicada, larga, y, a veces, incluso difícil y trágica contienda entre el amor de Dios, siempre fiel a sus promesas, y la veleidad de los hombres, siempre fáciles a dejarnos llevar por el capricho, por los propios criterios y principios, todos ellos hijos de nuestra poca disponibilidad en reconocernos criaturas de Dios. Urge pues disponer nuestro espíritu para que pongamos por obra, según la palabra del apóstol, todo lo que aprendimos, recibimos, oímos y vimos en aquellos que nos iniciaron a la fe. Para ello, Pablo recomienda una oración incesante, una súplica ante Dios para obtener de él que nuestra vida responda a sus cuidados y podamos dar el fruto que se espera de nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli

39320 Cóbreces, Cantabria