Señor Jesús: transfigúranos también a nosotros en nuevas creaturas, totalmente agradables al Padre Dios. |
Maestro,
¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías. Es fácil de entender la reacción de Pedro ante la
visión que se ofrecía a sus ojos: Jesús, el maestro amado, aparecía envuelto de
esplendor, asistido por Moisés y Elías, que eran lo mejor de Israel, la ley
dada por Dios, y el testimonio vivo y eficaz de los profetas. Pedro desea
perpetuar esta visión, pero como Marcos no duda en afirmarlo, no sabía lo que
decía. Es fácil criticar a Pedro por su ligereza, pero todos nosotros a menudo
imitamos al apóstol cuando queremos perpetuar momentos bellos de nuestra
existencia, olvidando que estamos de paso y que no se dejan huellas en el aire
o en el agua. Pedro necesitará escuchar la
voz del Padre para volver a la realidad y comprender que lo único estable es
Jesús, el Hijo de Dios, al que hay que escuchar y seguir, incluso cuando sube
al Calvario, única posibilidad para llegar a la realidad de la Pascua,
insinuada en la escena de la Transfiguración. Esta afirmación puede sonar demasiado
dura, pero se impone hacer un esfuerzo para entender lo que Dios quiere
realmente inculcarnos, que no intenta llevarnos por caminos insólitos o incluso
desequilibrados, sino llevarnos a participar de su vida y de su gloria.
San Pablo en la segunda lectura, hace
hoy una afirmación, que, por lo menos podemos calificar de desconcertante: Dios
no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Sin
duda alguna cuesta aceptar la idea de un Dios, que por definición debería ser
bueno y que, en cambio, exija nada menos que la muerte de su Hijo. No podemos
quedarnos con una formulación semejante que de tan simplista llega a ser
monstruosa. La afirmación de Pablo hemos de entenderla en el conjunto de toda
la revelación. Dios, apiadado de la miseria de la humanidad, que por su pecado
se había hecho merecedora de la muerte, no duda en enviar a su Hijo, para que
asuma toda la realidad humana, incluso la enfermedad y la muerte, y así abrir
la puerta de la salvación total. El acento ha de ponerse en el amor que Dios
siente por nosotros, como lo expresa san Juan cuando afirma: Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único para que tengan vida eterna.
Es desde esta perspectiva que conviene
interpretar el fragmento del libro del Génesis. El autor hablaba de Abrahán, un
hombre que, dejando patria, familia y amigos, se lanzó a peregrinar por el
mundo, siguiendo la voz de Dios que le prometía tierras, bienes y gran
descendencia. Y cuando empezaba a palpar estas promesas al estrechar entre sus
brazos a Isaac, al hijo amado, le pareció oír una voz de Dios que pedía nada
menos que el sacrificio de Isaac. El texto hace sentir el drama de aquel
hombre, herido en su propia carne, desgarrado en su misma fe. Él, que un día
había renunciado a su pasado, ahora parece ser invitado a sacrificar incluso su
futuro. Pero Abrahán no duda, su fe es más fuerte que sus sentimientos de
padre: creyendo y esperando contra toda esperanza, sabiendo que Dios no puede
ser infiel a sus promesas y que puede devolver a la vida incluso los que han
muerto, no se echa atrás. La finalidad original de esta narración, que suscita
sin duda una fuerte perplejidad, es un intento de apartar a los hombres de la
atrocidad de los sacrificios humanos entonces habituales, en una época
subdesarrollada desde el punto de vista religioso. El episodio termina contando
cómo, en lugar del Isaac, es sacrificado un cordero, mientras brillan en todo
su esplendor la fe y la obediencia de Abrahán hacia su Dios, y se anuncia que
Isaac será padre de una multitud de pueblos.
Dios no quiso aceptar el sacrificio de
Isaac, el hijo predilecto de Abrahán, contentándose de la ofrenda de la fe y
obediencia del patriarca, simbolizada en un cordero. En cambio, no dudó en
dejar a Jesús, su propio Hijo amado, su predilecto en quien tiene puestas todas
sus complacencias, en manos de los hombres que, en su ceguera espiritual, no
dudarán en hacerle gustar la muerte. Pero Dios intervendrá y en la Pascua le
hará resucitar, para constituirlo Señor y Mesías. El misterio de la Pascua es
principio de la vida y de salvación, para todo el que cree, pero, a pesar de
todo, continua siendo para muchos escándalo y motivo de irrisión y de
desprecio. Como Abrahán, como Pedro conviene entrar en las perspectivas de Dios
y creer sin dudar en su palabra de vida.
P. Jorge