sábado, 30 de enero de 2016

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


“Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra”. Estas palabras que san Lucas pone en labios de Jesús rezuman tristeza y  desánimo. El Hijo de Dios que se había hecho hombre para llevar a los hombres a la amistad con Dios, ha de enfrentarse con la indiferencia y la oposición de aquellos mismos a los que quería salvar. Pero esta actitud negativa de sus contemporáneos no lo arredra, antes bien le estimula a mantenerse fiel a la misión que el Padre le ha encomendado y lo hará hasta que, el viernes santo desde la cruz, podrá decir: “Todo está cumplido”.

            La primera lectura habla hoy del profeta Jeremías. Hombre pacífico y sensible, fue escogido por Dios para invitar a su pueblo a la conversión, en uno de los períodos más dramáticos de la historia de Israel, y la misión de transmitir la Palabra de Dios que se le había encomendado cuestionó las ilusiones y seguridades de su tiempo. Dios había prometido a Jeremías su ayuda, pero el profeta vivió angustiado y dolorido tanto por el contenido de su predicación como por la dureza de corazón del pueblo a quien iban dirigidos los mensajes. Sin embargo, sus luchas interiores y sus desánimos no pudieron quebrantar su fidelidad a Dios ni inducirlo a retirarse de la brecha. La figura de Jeremías anuncia los rasgos característicos del Siervo de Dios, fiel hasta la muerte, que encontrará su realización plena en Jesús, el Profeta por excelencia.

            Ni Jeremías ni Jesús cayeron en la tentación en la que han caído infinidad de profetas a lo largo de la historia: la de substituir el mensaje recibido de Dios por un propio mensaje, atenuando las exigencias de la Palabra de Dios, para evitar el rechazo, y ser escuchado por un público más numeroso. En distintas ocasiones el evangelio muestra como Jesús no cede nunca ante la tentación de un mesianismo fácil, orientado a evitar roturas, o buscar componendas. “Haz también aquí, en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún”, le decían a Jesús sus conciudadanos. Jesús, a menudo, para confirmar sus palabras y  fortalecer la fe de quienes le escuchaban, hacía signos y milagros. Pero su misión no maravillar sino invitar a la fe. Sus conciudadanos de Nazaret le piden milagros pero al mismo tiempo no demuestran una disposición a creer. Pero Jesús no cede, no se deja instrumentalizar. Y esta actitud de firmeza y fidelidad debería hacernos reflexionar seriamente y revisar nuestra actitud ante el mensaje del evangelio, para constatar cómo respondemos.

            Tal como ha afirmado el Concilio Vaticano II, todo cristiano, en virtud del bautismo y de la confirmación que lo han configurado con Jesús, está llamado a ser profeta, para anunciar el evangelio, para denunciar el mal y la injusticia, el egoísmo y el odio, la envidia y el afán desordenado de poder y de bienes materiales. Pero esta actitud no se puede ejercer sin más: reclama una experiencia de Dios que es fruto de una actitud de escucha de la Palabra y de fidelidad en la plegaria, en el cumplimiento de la voluntad de Dios en cada momento de la vida. La llamada a ser profeta requiere una respuesta de parte nuestra, una disponibilidad cargada de exigencias.


            En la segunda lectura recuerda una página de la primera carta de san Pablo a los Corintios, conocida como el himno de la caridad. La caridad, tal como la describe el Apóstol, es en el fondo la actitud fundamental que el cristiano ha de vivir y mostrar si quiere ser verdaderamente profeta, si quiere hacer llegar a sus hermanos el mensaje de salvación que Dios nos ha manifestado a través de su Hijo hecho hombre. Ya podría tener el don de profecía, decía Pablo, y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor no soy nada. Los hombres de hoy están cansados de palabras: quieren hechos y la experiencia de un amor vivido hasta el fin es el mejor argumento para hacer comprender un mensaje. Vivamos pues en el amor y cuanto intentemos decir con nuestros labios podrá ser acogido con benevolencia por quienes nos escuchan.


viernes, 22 de enero de 2016

LITURGIA: Tiempo Ordinario


 En la liturgia, el  Tiempo Ordinario desarrolla el  misterio pascual de un modo progresivo y profundo y podríamos decir, que con mayor naturalidad aún que otros tiempos litúrgicos, cuyo contenido está a veces mucho más polarizado por una temática muy concreta. Para la mistagogia de los bautizados que al menos cada domingo  celebramos la Eucaristía, el Tiempo Ordinario, significa un programa continuado de penetración en el misterio de salvación, siguiendo la existencia humana de Jesús a través de los evangelios, contenido principal y esencial de la celebración litúrgica de la iglesia.

            El Tiempo Ordinario tiene su gracia particular que debemos vivir gozosamente en cada momento del día, ya que es un Tiempo Litúrgico para contemplar a un Cristo ya maduro, responsable ante la misión que le encomendó su Padre, lo vemos crecer en edad, sabiduría y gracia delante de Dios su Padre y de los hombres, lo vemos ir y venir, desvivirse por cumplir la Voluntad de su Padre y brindarse a los hombres.

            Así también nosotros en el Tiempo Ordinario debemos buscar crecer y madurar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, y sobre todo, cumplir con gozo la Voluntad Santísima de Dios. Pero esta es la gracia que debemos buscar e implorar de Dios durante las 33 semanas (aunque esté dividido en dos partes por otros tiempos litúrgicos) dedicadas a este Tiempo Ordinario.  

            Crecer… el que no crece, se estanca, enferma y hasta puede morir. Debemos crecer en nuestro vivir diario: en la vida espiritual, en la vida profesional, en la santificación  de nuestra tareas diarias: -cada cual tenemos las nuestras- mas, también y podemos afirmar, que sobre todas estas cosas, crecer en nuestra relación con los demás. Debemos crecer aún a pesar de nuestros sufrimientos y dificultades, éxitos, fracasos. Incluso vivir el sufrimiento, como una gracia de Dios muy especial, porque nos ofrece la ocasión de ejercitarnos en las virtudes. Con ello, el Tiempo Ordinario se convierte como en un gimnasio espiritual auténtico, para crecer en la identificación con Jesucristo en el acto supremo del Amor al hombre. Es decir, nos ayuda muy eficazmente a encontrar a Dios en los acontecimientos diarios, nos ejercita en las virtudes cristianas y nos hace crecer en santidad, que es la santidad de Dios hecha vida en nosotros. Es así como todo en nosotros se convierte en tiempo de gracia de Dios, en tiempo de salvación y santificación.

De este modo, todo es gracia para quien está atento al querer de Dios y lo vive con fe y amor, haciéndose realidad lo que rezamos en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti vivimos, nos movemos y existimos y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.

            Rogamos al Espíritu Santo que nos enseñe a  aprovechar este Tiempo Ordinario con gran fervor, y que no nos deje decaer nunca en la desesperanza, sino que nos haga crecer en el deseo continuo de vivir intensamente ese tiempo de gracia y salvación. No hay duda que así  también es como encontraremos a Dios en cada rincón de nuestro día, viviremos las virtudes teologales en cada momento sin demasiado esfuerzo casi con naturalidad. Basta tener ojos de fe para descubrirlo, no vivir miopes y encerrados en nuestro egoísmo y problemas. Dios está pasando por nuestro camino, lo recorre con nosotros y lo va santificando todo.


Pues como vamos viendo, el Tiempo Ordinario litúrgico nos enseña y posibilita Mirar a Cristo Apóstol que desde temprano ora a su Padre, y durante el día se desvive llevando la salvación a todos, terminando el día rendido a los pies de su Padre, que lo consuela y lo llena de su infinito amor, de ese amor que nos comunicará a raudales.

            Cristo Jesús, en este Tiempo Ordinario, déjanos acompañarte para que aprendamos de ti a cómo comportarnos con tu Padre, con los demás, con los acontecimientos prósperos o adversos de la vida. Queremos caminar contigo siempre, queremos ser santos para contigo santificar y elevar  nuestro mundo.

                                                                                                                        H. MJP

viernes, 15 de enero de 2016

Jesús y María en las bodas de Caná


Los  efectos de la presencia de Jesús María su Madre, en el corazón de los acontecimientos humanos, en el caso concreto de las bodas de Caná de Galilea, suelen ser bien visibles para el que esté dispuesto a aceptar esa,  realidad.

Jesús y María, aunque sea con intensidad diferente, hacen presente la acción de Dios en todo lugar que se encuentren y donde está Dios, hay amor actuante, porque Dios es amor y el amor nunca es extático. Allí, donde hay amor, hay gracia y milagro.  Hay milagro, porque la acción de Dios en el hombre es un milagro. Dios es el bien, la verdad, la belleza, la abundancia. Así como cuando el sol despliega sus rayos en el horizonte, la tierra se ilumina, recibe calor y da su fruto. Cuando dejamos los rayos del amor de Dios se acerquen nos iluminen y den su calor, el bien, la paz, la belleza, la felicidad crecen en los corazones y los van transformando en vida de Dios en nosotros.

La mediación que Dios ha escogido para hacerse presente entre los hombres y comunicarse en la intimidad y profundidad con ellos, es Jesucristo. La obra de Dios llega al corazón del mundo por su Humanidad y, secundariamente, por la presencia de María. Poco o casi nada, sabían los novios de Caná a quién habían invitado a su boda. La invitación a la boda respondía a un vínculo de parentesco o amistad. Sin embargo, Jesús y María aceptaron la invitación porque era la forma de estar cerca y actuar amorosamente y en aquél momento, en aquella familia y aquellos invitados.  Ahora sigue aceptando con amor nuestras invitaciones a participar en los acontecimientos más importantes de nuestra vida, pero también en todo momento, porque quiere estar a nuestro lado para poder salir en nuestra ayuda en todas nuestras necesidades, también en las humanas. Entendamos que desear y pedir que Jesús y maría estén presentes en cada momento de nuestra vida, es darles oportunidad de que sus rayos de luz y amor, vayan transformándonos en tierra fecunda que da frutos de amor abundantes.


                Acerquémonos de este modo, también nosotros a la humanidad de Jesús, donde siempre está presente maría, tratando de conocer y amar más y de manera progresiva, su trayectoria humana, escuchando su palabra, creciendo en fe y confianza, hasta ver en Él el rostro del Padre.