“Os aseguro que ningún profeta es
bien mirado en su tierra”. Estas palabras que san Lucas pone en labios de Jesús
rezuman tristeza y desánimo. El Hijo de
Dios que se había hecho hombre para llevar a los hombres a la amistad con Dios,
ha de enfrentarse con la indiferencia y la oposición de aquellos mismos a los
que quería salvar. Pero esta actitud negativa de sus contemporáneos no lo
arredra, antes bien le estimula a mantenerse fiel a la misión que el Padre le
ha encomendado y lo hará hasta que, el viernes santo desde la cruz, podrá decir:
“Todo está cumplido”.
La
primera lectura habla hoy del profeta Jeremías. Hombre pacífico y sensible, fue
escogido por Dios para invitar a su pueblo a la conversión, en uno de los
períodos más dramáticos de la historia de Israel, y la misión de transmitir la Palabra de Dios que se le
había encomendado cuestionó las ilusiones y seguridades de su tiempo. Dios
había prometido a Jeremías su ayuda, pero el profeta vivió angustiado y
dolorido tanto por el contenido de su predicación como por la dureza de corazón
del pueblo a quien iban dirigidos los mensajes. Sin embargo, sus luchas
interiores y sus desánimos no pudieron quebrantar su fidelidad a Dios ni
inducirlo a retirarse de la brecha. La figura de Jeremías anuncia los rasgos
característicos del Siervo de Dios, fiel hasta la muerte, que encontrará su
realización plena en Jesús, el Profeta por excelencia.
Ni
Jeremías ni Jesús cayeron en la tentación en la que han caído infinidad de
profetas a lo largo de la historia: la de substituir el mensaje recibido de
Dios por un propio mensaje, atenuando las exigencias de la Palabra de Dios, para
evitar el rechazo, y ser escuchado por un público más numeroso. En distintas
ocasiones el evangelio muestra como Jesús no cede nunca ante la tentación de un
mesianismo fácil, orientado a evitar roturas, o buscar componendas. “Haz
también aquí, en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún”, le
decían a Jesús sus conciudadanos. Jesús, a menudo, para confirmar sus palabras
y fortalecer la fe de quienes le
escuchaban, hacía signos y milagros. Pero su misión no maravillar sino invitar
a la fe. Sus conciudadanos de Nazaret le piden milagros pero al mismo tiempo no
demuestran una disposición a creer. Pero Jesús no cede, no se deja
instrumentalizar. Y esta actitud de firmeza y fidelidad debería hacernos reflexionar
seriamente y revisar nuestra actitud ante el mensaje del evangelio, para
constatar cómo respondemos.
Tal
como ha afirmado el Concilio Vaticano II, todo cristiano, en virtud del
bautismo y de la confirmación que lo han configurado con Jesús, está llamado a
ser profeta, para anunciar el evangelio, para denunciar el mal y la injusticia,
el egoísmo y el odio, la envidia y el afán desordenado de poder y de bienes
materiales. Pero esta actitud no se puede ejercer sin más: reclama una
experiencia de Dios que es fruto de una actitud de escucha de la Palabra y de fidelidad en
la plegaria, en el cumplimiento de la voluntad de Dios en cada momento de la
vida. La llamada a ser profeta requiere una respuesta de parte nuestra, una
disponibilidad cargada de exigencias.
En
la segunda lectura recuerda una página de la primera carta de san Pablo a los Corintios,
conocida como el himno de la caridad. La caridad, tal como la describe el
Apóstol, es en el fondo la actitud fundamental que el cristiano ha de vivir y
mostrar si quiere ser verdaderamente profeta, si quiere hacer llegar a sus
hermanos el mensaje de salvación que Dios nos ha manifestado a través de su
Hijo hecho hombre. Ya podría tener el don de profecía, decía Pablo, y conocer
todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas;
si no tengo amor no soy nada. Los hombres de hoy están cansados de palabras:
quieren hechos y la experiencia de un amor vivido hasta el fin es el mejor
argumento para hacer comprender un mensaje. Vivamos pues en el amor y cuanto
intentemos decir con nuestros labios podrá ser acogido con benevolencia por
quienes nos escuchan.