Hoy se cumple esta Escritura.
“¿No es éste el hijo de José?": comenzamos al
final del Evangelio. La escena es un crescendo de asombro que desemboca en esta
expresión. Jesús ha vuelto a casa, y su regreso va acompañado de dos formas de
testimonio del Espíritu: una predicación que no deja indiferente y la fama de
los signos que ha realizado hasta ahora. Pero, como todos sabemos, volver a
casa no siempre es fácil. El lugar donde deberíamos ser más comprendidos puede
convertirse también en el lugar donde somos más incomprendidos. La gente de
Nazaret, cuando piensa en Jesús, piensa en él como el hijo de José. Y eso ya es
todo un halago. Pero es demasiado poco pensar en Jesús como el hijo de una
buena persona, quizá de las mejores que han nacido. Jesús no es simplemente el hijo de José, es el
hijo de Dios. Y para transmitir este mensaje, Jesús lee ante todos un pasaje
tomado del rollo del profeta Isaías en el que se menciona claramente al mesías: “me ha enviado a los pobres, a los
cautivos, a los ciegos, a los oprimidos para que todos encuentren lo que buscan”.
Jesús dice al final de esta lectura: “Hoy
se ha cumplido esta Escritura que habéis oído”. Es decir, todo lo que
siempre habéis esperado está ahora ante vosotros. La conmoción que debió causar
tal afirmación se comprende por la sorpresa de las respuestas: “Todos daban testimonio de él y se
maravillaban de las palabras de gracia que salían de su boca”, que es algo
así como decir por un lado «¡esto es hermoso!» y por otro «¡pero no es
posible!». Sin embargo, toda nuestra fe se juega precisamente en este cambio
que también se nos pide a través de esta historia: ¿queremos creer en Jesús
simplemente como un entrenador personal que da buenos consejos para vivir
mejor, o queremos aceptarlo y acogerlo por lo que es, es decir, el Hijo de
Dios? Una elección así cambia muchas cosas en nuestra vida, porque el Espíritu
actúa con poder donde hay fe y no mera estima o admiración.