viernes, 10 de enero de 2025

 

Hoy se cumple esta Escritura.

“¿No es éste el hijo de José?": comenzamos al final del Evangelio. La escena es un crescendo de asombro que desemboca en esta expresión. Jesús ha vuelto a casa, y su regreso va acompañado de dos formas de testimonio del Espíritu: una predicación que no deja indiferente y la fama de los signos que ha realizado hasta ahora. Pero, como todos sabemos, volver a casa no siempre es fácil. El lugar donde deberíamos ser más comprendidos puede convertirse también en el lugar donde somos más incomprendidos. La gente de Nazaret, cuando piensa en Jesús, piensa en él como el hijo de José. Y eso ya es todo un halago. Pero es demasiado poco pensar en Jesús como el hijo de una buena persona, quizá de las mejores que han nacido.  Jesús no es simplemente el hijo de José, es el hijo de Dios. Y para transmitir este mensaje, Jesús lee ante todos un pasaje tomado del rollo del profeta Isaías en el que se menciona claramente al mesías: “me ha enviado a los pobres, a los cautivos, a los ciegos, a los oprimidos para que todos encuentren lo que buscan”. Jesús dice al final de esta lectura: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis oído”. Es decir, todo lo que siempre habéis esperado está ahora ante vosotros. La conmoción que debió causar tal afirmación se comprende por la sorpresa de las respuestas: “Todos daban testimonio de él y se maravillaban de las palabras de gracia que salían de su boca”, que es algo así como decir por un lado «¡esto es hermoso!» y por otro «¡pero no es posible!». Sin embargo, toda nuestra fe se juega precisamente en este cambio que también se nos pide a través de esta historia: ¿queremos creer en Jesús simplemente como un entrenador personal que da buenos consejos para vivir mejor, o queremos aceptarlo y acogerlo por lo que es, es decir, el Hijo de Dios? Una elección así cambia muchas cosas en nuestra vida, porque el Espíritu actúa con poder donde hay fe y no mera estima o admiración.


jueves, 9 de enero de 2025

Reflexión: 9 de enero 2025 (San Marcos 6, 45-56)

 

«Inmediatamente después, Jesús obligó a sus discípulos a subir a la barca e ir delante de él a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud». Rara vez Jesús se muestra tan resuelto al dar una orden, pero el evangelio de hoy comienza precisamente con una resolución que no admite discusión. Y lo más sorprendente es que esta orden se refiere a la salud de los discípulos. De hecho, les obliga a hacer una pausa, a detenerse, a tomarse tiempo para sí mismos. Es él quien limpia la mesa después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Los discípulos que sólo colaboraron en ese milagro deben obedecer a Jesús que les dice: “parad, tomad un descanso, tomad un tiempo para vosotros; yo me reuniré con vosotros más tarde”. Casi nunca reflexionamos que a Jesús no le importa nuestro heroísmo, nuestro correr todo el tiempo, nuestro no parar nunca. Le importamos nosotros, nuestro verdadero bien y lo que es verdaderamente bueno para nosotros. Y a veces, para recuperar este verdadero bien, debemos tener la humildad de hacer una pausa. Sea cual sea nuestra vocación o lo que hagamos en la vida, debemos liberarnos de la lógica corporativa de producir siempre para recuperar la lógica de no hacer inhumano lo que hacemos, aunque sea bueno. Pero es la continuación de la frase lo que hace pensar aún más: “Habiéndose despedido de él, subió al monte a orar”. Jesús siente continuamente la necesidad de rezar. La oración para Él no es un deber, ni un ritual, ni un hábito. La oración para Jesús es como el oxígeno, como lo que le devuelve constantemente a su verdadero centro, a lo que importa, a la razón por la que vino al mundo. Pero, en definitiva, ¿no debería ser lo mismo para nosotros? ¿Para qué rezar si no es para volver a lo Esencial? La vida, con sus ritmos, nos distrae muy a menudo, nos desvía, nos hace vivir para detalles que no valen la pena. La oración nos devuelve a lo que importa, a lo que vuelve a dar sentido a todo. Orar es volver a Cristo en el corazón de nuestras tormentas.