jueves, 20 de febrero de 2014

LA ALIANZA

 Y SU PRESENCIA EN LAS ETAPAS DE LA HISTORIA
DE LA SALVACIÓN


           INTRODUCCIÓN
La “alianza” es un pacto por el que se establecen relaciones entre personas o tribus que no proceden de un tronco común. Vienen a sustituir a los lazos de sangre, y crea entre los que se alían una comunidad de vida.

En la Escritura, la alianza ocupa un puesto central, ya que con ella comienza Israel su existencia como pueblo[1]. Los mandamientos fundamentales de su historia se hallan jalonados por renovaciones de esta alianza fundacional en Moab[2], al emprender la conquista de la tierra; en Siquen, bajo Josías como comienzo del disfrute de la tierra, después de la conquista[3].

Los sucesores de Ezequías[4], excepto el piadoso Josías[5], reyes de Israel, no siguieron el camino del Señor; tras dos reinados de impiedad y violencia sube al trono Josías, aun niño.

Judá en este tiempo goza de paz, ya que las dos grandes potencias Egipto y Asiría están, por el momento, demasiado ocupadas en problemas interiores. Asegurado el trono y con la ayuda de la profetisa Julia y del profeta Jeremías, se lanza a una reforma religiosa para reunir y revitalizar a su pueblo. Ordena la reparación del templo; el Sumo Sacerdote Helcías encuentra el “libro de la ley” o “libro de la Alianza”, núcleo literario de nuestro actual Deuteronomio. El templo y la Ley serán los dos pilares de la reforma. El Dios de los padres, el recuerdo de sus hazañas, vuelven a reanimar el corazón de su pueblo; y el rey Josías, como representante del pueblo, “se convirtió al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con toda su fuerza”[6].

Una noticia inesperada llegó a Nehemías de la lejana Jerusalén, la ciudad atacada una y otra vez por los enemigos que la rodean. Sigue en ruinas y Nehemías se conmueve; una de las convicciones más arraigadas de su fe es que Dios dirige todos los acontecimientos de su historia. Nehemías piensa que quizás esta noticia sea una llamada de Dios. Reflexiona, ora y decide cambiar sus proyectos en adelante. Su elocuencia, su optimismo, su don de gentes, su jovialidad, no los utilizará ya para sus intereses personales, sino para servir en cuerpo y alma a su pueblo y al Señor. Nehemías nos enseña a descubrir la voluntad de Dios en los acontecimientos de la vida y a confiar en el Señor para llevar a cabo la gran tarea de “unir a los dispersos”.

La alianza parte de un movimiento de condescendencia de Yavé; Él, tiene la iniciativa, llamando a Moisés para comunicarle el contenido de la misma[7]. El pueblo es mantenido a distancia, a la escucha, con medidas extremas de purificación, que indican y miden la distancia en orden a realizar el encuentro con Yavé que la alianza entraña. La alianza se define pues, como una gracia. El pueblo no puede presentar título alguno que le haga acreedor a esta relación amistosa, familiar con Yavé. Sólo hay un motivo, que el Deuteronomio designará con su nombre propio: el amor; como fruto del amor, la alianza no se propone al pueblo para su aceptación, “Moisés vino y les expuso  todas estas palabras, como Yavé se lo había mandado, y el pueblo entero respondió: nosotros haremos todo cuanto Yavé ha dicho”[8].

Los capítulos 19-24 del libro del Éxodo nos llevan al monte Sinaí, nos hablan de la alianza de Dios con su pueblo, del Decálogo o diez mandamientos del Señor y del código de la alianza. El anuncio de la alianza y la celebración ritual de la misma están separadas por la presentación de los diez mandamientos y del llamado Código de la Alianza, nos encontramos en el corazón del libro del Éxodo. El señor propone a Israel ser su propiedad personal. Con semejante privilegio revela su amor. Dios ha elegido a su pueblo y lo ha amado sin merito alguno de su parte. Progresivamente Dios hará caer en la cuenta a Israel de que su amor se extiende a todos los pueblos. Por eso, ser “propiedad personal de Dios” quiere decir, que solo Israel “conoce” a Dios y sabe y puede hacer lo que los otros pueblos ignoran; Israel es el pueblo a Quien Dios ha hablado. Dios ofrece al pueblo de Israel la vocación de ser manifestación y signo de la salvación de Dios ante las naciones de la tierra. Un sacerdote representa a Dios ante el pueblo y éste ante Dios; está en medio de Dios y del pueblo, es mediador. Moisés transmite al pueblo las palabras de Dios: luego transmite al Señor la respuesta del pueblo: es una aceptación.
I.       LA ALIANZA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
Romper la alianza es el primer acto del pueblo nada mas haberla aceptado. La experiencia empezó con Adán en el paraíso y atraviesa toda la Biblia, pero no parece que la idolatría fuera la intención de Israel. El pueblo pecó por desobedecer el precepto del Señor de hacer representaciones políticas de Yavé su Dios; esta grave desobediencia puso en peligro la verdadera fe y le condujo, de hecho, a una verdadera idolatría.

Dios quiere llevar a los hombres a una vida de comunión con El; esta idea fundamental para la doctrina de la salvación, es la que expresa la idea esencial para la doctrina de la salvación, y es la que expresa el tema de la alianza. En el AT dirige todo el pensamiento religioso, pero se ve cómo con el tiempo se va profundizando, y en el NT adquiere una magnitud sin igual, pues en él tiene ya por contenido todo el misterio de Jesucristo.

En el Antiguo Testamento la alianza antes de referirse a las relaciones de los hombres con Dios, pertenecen a la experiencia social de los hombres; estos ligan entre si los pactos y contratos; acuerdos entre grupos o individuos iguales que quieren prestarse ayuda: son las  alianzas de paz[9], las alianzas de hermanos[10], los pactos de amistad[11], e incluso el matrimonio. Tratados desiguales, en que el poderoso promete su protección al débil, mientras que este se compromete a servirle: el antiguo Oriente practicaba corrientemente estos pactos de vasallaje, y la historia bíblica ofrece diversos pactos de vasallaje, y la historia bíblica ofrece distintos ejemplos de ellos[12]. En estos casos el inferior puede solicitar la alianza pero; pero el poderoso la otorga según su beneplácito y dicta sus condiciones[13]. La concesión del pacto se hace según un ritual consagrado por el uso. Los pactos se comprometen por juramento; se cortan animales en dos y se pasan los trozos pronunciando imprecaciones contra los eventuales transgresores. Y finalmente, se establece un memorial: se planta un árbol o se erige una piedra, que en adelante serán los testigos del pacto; tal es la experiencia fundamental a partir de la cual Israel representó sus relaciones con Dios.

1.      La Alianza en el Sinaí
La formulación del pacto entre Yavé y su pueblo sigue el modelo de las alianzas existentes en el entorno cultural. El tema de la alianza no tarda en introducirse en el AT: forma el punto de partida de todo el pensamiento religioso. En el Sinaí, el pueblo libertado entró en alianza con Yavé y fue cómo el culto de Yavé vino a ser su religión nacional. La alianza en cuestión no es un pacto entre iguales; es análoga a los tratados de vasallaje: Yavé decide con soberana libertad, otorga su alianza a Israel y Él me dictamina sus condiciones; sin embargo, no se lleva demasiado lejos la comparación, pues la alianza sinaítica, dado que es cosa de Dios, es de un orden particular. De golpe revela un aspecto esencial del designio divino. “Las maravillas de la salida de Egipto y el periodo de gracia en el desierto conservaron siempre en la conciencia israelita una posición destacada. Gustaban de celebrar con cánticos aquellas grandes gestas de Dios en las que estribaba toda la existencia nacional y religiosa de Israel especialmente en Sal 78; 105 y Dt 32. Luego, ante la progresiva decadencia religiosa y moral, suspiraban los profetas, llenos de nostalgia, por el “tiempo de los esponsales” en el destierro[14].

El Israel de la peregrinación por el desierto se puede ya considerar como el Israel de los futuros judíos y de los futuros cristianos; esto manifiesta ya, muy en general, durante los cuarenta días de ausencia de Moisés en la montaña[15], en cierta forma de “trivializacion de Yavé”, de la falsificación idolátrica del verdadero Dios al que se cambia por la imagen del toro, del “becerro de oro” rodeado por la multitud en desesperada orgía[16], y todavía en forma menos velada en el culto idolátrico de Baal. Constantemente el pueblo tienta a Dios, le pone a prueba, murmura, se rebela. Pero Dios sale victorioso de esta tentación por parte del pueblo. El se mantiene fiel a su promesa, su misericordia triunfa perdonando una y otra vez el pecado, rehaciendo constantemente la mancha del pueblo, lo soporta, lo perdona, continúa guiándolo, acompañándolo paso a paso hasta depositarlo en la tierra de su descanso. Pero la sanción es la muerte de los principales culpables.

2.      La Alianza en los designios de Dios
Ya en la visión de la zarza que ardía reveló Yavé a un mismo tiempo a Moisés su nombre y su designio para con Israel: quiere libertar a Israel de Egipto para asentarlo en la tierra de Canaan[17] pues Israel es su pueblo, al que quiere dar la tierra prometida a sus padres[18]. Esto supone ya que por parte de Dios es Israel objeto de elección y depositario de una promesa. El Éxodo vienen luego a confirmar la revelación del Horeb: al libertar Dios efectivamente a su pueblo muestra que El es el Señor y que es capaz de imponer su voluntad; así, el pueblo libertado responde al acontecimiento con su fe[19]. Ahora una vez adquirido este punto, puede Dios ya revelar su designio de alianza: “seréis mi propiedad entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”[20]. Estas palabras subrayan la gratuidad de la elección divina: Dios escogió a Israel sin meritos por su parte, porque lo ama y quería mantener el juramento hecho a sus padres[21]. Habiéndolo separado de las naciones paganas, se lo revela exclusivamente a él: Israel será su pueblo, le servirá con su culto, vendrá a ser su reino; por su parte Yavé le garantiza ayuda y protección.

Dios al otorgar su alianza a Israel y hacerle promesas, le impone también condiciones que Israel deberá observar. Los relatos que se entrelazan en el Pentateuco ofrecen varias formulaciones de estas cláusulas que reglamentan el pacto y constituyen la ley; la primera concierne al culto del Único Yave y la prescripción de la idolatría[22] que aquí se desprende inmediatamente la repulsa de toda alianza con las naciones paganas; pero también se sigue que Israel deberá aceptar todas las voluntades divinas, que envolverán su existencia entera en una red tupida de prescripciones: “Moisés expuso todo lo que le había dicho Yavé”[23]. Compromiso solemne, cuyo respeto condicionará para siempre el destino histórico de Israel. El pueblo de Israel se halla en el cruce de los caminos: “Si obedece, tiene aseguradas las bendiciones divinas; si falta a su palabra, él mismo se condena a las maldiciones.

3.      La alianza en Siquen
Moisés desaparece de un modo misterioso, contemplando tan solo de lejos la tierra por la que había suspirado. Pero antes de morir Moisés impone las manos a Josué, asegurando así la permanencia de su mismo espíritu en la energía, la fortaleza, el acierto para guiar al pueblo y llevarlo a la posesión de la tierra, el último acto de la liberación. Como Moisés, Josué aparece como el enviado de Yave para hacer efectiva la conquista de la tierra. La historia de la salvación continúa. Un mismo espíritu, la misma presencia, la misma asistencia divina, asegura la continuidad. La conquista aparece escrita con rasgos de guerra Santa: es Yavé quien combate. Así cumple Él su palabra dada a los padres, aquella que ha puesto en marcha todo el proceso de liberación. La posesión de la tierra aparece así, desde el comienzo y siempre, como puro “don”.

La asamblea de Siquen tiene una gran importancia religiosa: en Siquen el Señor, que se manifestó en el Sinaí, es acogido como el Dios de todas las tribus; todos aceptan su ley. Crece la conciencia del pueblo de Dios, al principio habla Dios por Josué: “Yo os he dado una tierra que no os ha costado fatiga, unas ciudades que no habéis construido…[24]; el pueblo renueva sus compromisos del Sinaí: “a Yavé nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos”[25]. Sin embargo Josué tiene que advertir con dolor: “vosotros no podéis servir al Señor, pues es un Dios santo, un Dios celoso…”[26]. El pasaje tienen forma habitual de los tratados de alianza, recuerdo de los beneficios concedidos, fidelidad que se exige y se promete; rito que sella el mutuo compromiso, Dios lo mantiene: tierra y libertad. El pueblo se compromete a obedecer y a servir sólo a este Dios

A las tribus venidas de Egipto se unen, con los vínculos religiosos, otras tribus establecidas ya antes en Canaan, y muchos de los pueblos conquistados, todos ellos renuevan la alianza de Siquen[27]. Este pueblo, esta generación, empalma así con los orígenes, con la generación que experimentó la liberación de Egipto y la alianza en el Sinaí.

4.      En la monarquía (David)
Con la posesión de la tierra se cierra un ciclo de intervenciones de Yave. La alianza con David, ungido rey de Juda y de Israel, abre un nuevo período de la historia de la salvación. La figura de David es transmitida por la Biblia con gran cariño; su gesta histórica ha sido escrita por algún testigo de los acontecimientos inmediatamente después de los mismos.

En el orden religioso, David traslada el arca de la alianza a Jerusalén, con lo que ésta se convierte al propio tiempo en la “ciudad de Dios”, en la que en adelante morara el Dios de Israel con una presencia especial; así, David logra legitimar el nuevo orden, ya que éste aparece en perfecta continuidad con el antiguo, simbolizado en el arca. La unidad política se ve fortalecida con la antigua unidad religiosa. Con David, el plan de salvación de Dios da un paso hacia delante, conoce una nueva concreción: en la escena de la unción, que sirve de prologo a toda su actividad, se pone de relieve una de las constantes de la historia salvífica. Dios elige no según las apariencias sino mirando el corazón; la personalidad de David es la más rica y mejor trazada por la Biblia, una completa figura humana. Conoció el dolor y la alegría, el éxito y el fracaso.

Y la elección recae sobre el pequeño, el  último de una familia de ocho, el último de los hijos de Jesé, el que no sirve para la guerra, para la obra de liberación. En su intimidad David reconoce siempre que la obra por él realizada supera sus capacidades; el éxito de este rey salvador se halla asegurado porque no se ha engreído, no se ha hecho como Dios, ha reconocido los límites de su acción, que es Yavé el único que salva: Jerusalén sin Yave no es nada.

David traslada a Jerusalén el arca que estaba en un santuario sin importancia desde su devolución por los filisteos. La presencia de Dios en la ciudad santa logrará la unificación de las tribus del Norte y del sur de Palestina; con el arca en su interior, el rey convertirá a Jerusalén en una ciudad a la que acudirán gustosas las tribus del Norte; signo de la fe de Israel, trasladada a Jerusalén, será el símbolo eficaz de la unión de los israelitas en torno a Yavé y a David su rey; finaliza una marcha de más de dos siglos, desde la época del pueblo en el desierto. Jerusalén, “montaña santa” para los profetas, Isaías y Miqueas, va a sustituir al monte Sinaí.

El traslado del arca resultó una fiesta llena de alborozada alegría; todo el pueblo acompaña a su rey, que manifiesta con aclamaciones y danzas su piedad desbordante. David ofrece holocaustos y sacrificios de comunión, bendice al pueblo y termina la fiesta con un reparto de víveres; la muchedumbre guardará un imborrable recuerdo de esta solemnidad y comunicará al regreso a su hogar el deseo de “subir” a Jerusalén. David podrá, a partir de este día gozoso, estar delante de su Señor, de Él sacará la inspiración para los salmos o cantos religiosos que se le atribuyen.
El Nuevo Testamento ve cumplida en Jesús de Nazaret, resucitado de entre los muertos, esta palabra dirigida a David: El es el “Hijo de David”. La resurrección es vista como la entronización de Jesús como Mesías y Señor a la derecha del Padre, que es igual con Él en poder, y la soberanía sobre el universo y el hombre. A Él le es entregado el reino, Él es el rey, un reino que, aunque presente ya en este mundo, espera aun su consumación definitiva en la nueva ciudad de Dios, la Jerusalén celestial, donde Dios ha fijado su trono para siempre.

5.      Profetismo
Puede afirmarse que en la época que se inicia con la instauración de la monarquía, la intervención salvífica de Dios se encarna en los profetas, testigos de Dios y guías para el pueblo. En cada uno de ellos, y por su medio, Dios se acerca a la historia según las peculiares circunstancias por las que atraviesa el pueblo o la monarquía. Con la aparición de los profetas en Israel, la intervención de Dios en la historia da un paso más.

El profeta es una figura religiosa; puede ser definido adecuadamente como el “hombre de Dios”. El hombre es constituido profeta en un determinado momento de su vida, en ese momento, concreto, localizable y datable, en el templo, en casa, estando detrás del rebaño… El hombre ha tenido una experiencia íntima, profunda, personal de Dios. Su “Yo” personal se ha visto como invadido; todo su ser, toda su vida ha quedado afectada, tocada, sellada por esta invasión; esta invasión de Dios no admite duda alguna para el propio profeta; la invasión de Dios reviste carácter de encuentro, un encuentro en intimidad personal, en dialogo, en visión; el encuentro afecta a la personalidad del hombre, la transforma. El encuentro revela también al profeta lo que él mismo es, su “propia personalidad” en orden de la relación con Dios, y también el encuentro revela al profeta la realidad profunda del corazón del pueblo.

La persona y la vida del profeta se convierten en símbolo, en signo para el pueblo. Isaías con sus hijos; Oseas con su matrimonio; Jeremías con su celibato; Ezequiel con su fortaleza ante la muerte de su esposa, el siervo de Yavé con su silencio y su sacrificio. El profeta es, testigo de Dios, encarnación de su gracia y de su juicio; Dios actúa por ellos y en ellos.

Podemos comprobar una renovación efectiva de la alianza en cientos puntos cruciales de la historia; Josué la renueva en Siquen, y el pueblo reitera su compromiso para con Yave; el pacto de David con los ancianos de Israel va seguido de una promesa divina: Yave otorga su alianza a David y a su dinastía; a condición únicamente de que la alianza del Sinaí sea fielmente observada. La oración y la bendición de Salomón en el momento de la inauguración del templo, enlazan a la vez con esta alianza davídica y con la del Sinaí, cuyo memorial conserva el templo. Las mismas renovaciones bajo Joás, y sobre todo bajo Josías, que sigue el ritual Deuteronómico; la lectura solemne de la ley por Esdras presenta un contexto muy semejante[28]. Así, el pensamiento de la alianza se mantiene como idea directriz que sirve de base a todas las reformas religiosas.

Hacia la nueva alianza (la ruptura de la antigua alianza). Los profetas no solo profundizaron la doctrina de la alianza subrayando las implicaciones del pacto sinaítico; volvieron los ojos hacia el porvenir, presentaron en su conjunto el drama del pueblo de Dios que se cierne entorno a él; a consecuencia de la infidelidad de Israel[29], el antiguo pacto queda roto[30], como un matrimonio que se deshace a causa de los adulterios de la esposa[31]. Dios no ha tomado la iniciativa de esa ruptura, pero saca las consecuencias de ella. Israel sufrirá en su historia el justo castigo de su infidelidad; tal será el sentido de sus pruebas nacionales: ruina de Jerusalén, cautividad, dispersión.

Pero a pesar de todas las infidelidades, el designio de la alianza revelado por Dios subsiste invariable[32]. Habrá, pues, al final de los tiempos, una alianza nueva. Oseas la evoca bajo los rasgos de nuevos esponsales que comportará a la esposa: amor, justicia, fidelidad, conocimiento de Dios, y que restablecerán la paz entre el hombre y la creación entera[33]. Jeremías nos dice que entonces serán cambiados los corazones humanos, puesto que se inscribirá en ellos la ley de Dios. Ezequiel anuncia la conclusión una alianza eterna, de una alianza de paz[34], que renovara la del Sinaí y la de David, y que comportará el cambio de los corazones y el don del Espíritu Divino: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”[35]. En el mensaje de consolación adopta esta alianza de nuevo los rasgos de las nupcias de Yave y de la nueva Jerusalén[36], alianza inquebrantable como la que se había jurado a Noé, alianza hecha de las gracias prometidas a David[37], que tiene por artífice al misterioso Siervo, al que Dios constituye como alianza del pueblo y luz de las naciones. El designio de la alianza que domina toda la historia humana hallará su punto culminante al final de los tiempos.

II.     LA ALIANZA EN EL NUEVO TESTAMENTO
1.      Jesús de Nazaret
Revelado en forma imperfecta en la alianza patriarcal, mosaica, davídica, se realiza finalmente en una forma perfecta, a la vez interior y universal, por la mediación del Siervo de Yavé. La historia de Israel proseguirá su curso; en consideración del pacto del Sinaí, las instituciones judías llevarán el nombre de la alianza santa. Pero esta historia estará de hecho dirigida hacia el porvenir, hacia la Nueva Alianza, hacia el Nuevo Testamento.

El carisma profético parece extinguirse al estructurarse el pueblo de Israel como comunidad religiosa después del destierro. La intervención de Dios tendrá entonces otros intermediarios. Sin embargo, la experiencia de la intervención a través de los profetas ha sido tan profunda, que el silencio profético nunca es considerado como definitivo; se espera le llegada del “Profeta grande”. Con el Bautista se aviva la esperanza[38]. Este profeta es reconocido en Jesús de Nazaret. El aparece en un contexto profético, actúa como los profetas, es reconocido como tal; pero en realidad Jesús supera a los profetas.

La palabra diatheke figura en los cuatro relatos de la ultima cena, en un contexto de importancia única, Jesús después de tomar y de distribuirlo diciendo: “Tomad y comed, este es mi cuerpo”, toma el cáliz de vino, lo bendice y lo hace circular; la formula mas breve nos ha sido conservada por Marcos: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que será derramada por una multitud”[39]; y Mateo añade: “para la remisión de los pecados”; y Lucas y Pablo, dicen: “Este cáliz es la nueva alianza de mi sangre”; y Lucas solo nos pone: “que será derramada por vosotros”. Jesús se considera como el siervo doliente[40] y comprende su muerte como un sacrificio expiatorio[41]; con esto viene a ser el mediador de la nueva alianza que deja entrever el mensaje de consolación[42]. Pero la “sangre de la alianza” recuerda también que la alianza del Sinaí se había concluido en la sangre[43]: los sacrificios de los animales son sustituidos por un sacrificio nuevo, cuya sangre realiza eficazmente una unión definitiva entre Dios y los hombres.

Así se cumple la promesa de la nueva alianza enunciada por Jeremías y Ezequiel: gracias a la sangre de Jesús serán cambiados los corazones humanos y se dará el Espíritu de Dios. La muerte de Cristo, sacrificio de Pascua, sacrificio de alianza y sacrificio expiatorio, llevará a su cumplimiento las figuras del AT, que la esbozaban de diversas maneras. La antigua alianza era, imperfecta, ya que se mantenía en el plano de las sombras y de las figuras, asegurando sólo imperfectamente el encuentro de los hombres con Dios; por el contrario, la nueva es perfecta, puesto que Jesús, nuestro sumo sacerdote, nos asegura para siempre el acceso cerca de Dios. Pues Jesucristo “por la sangre de una alianza eterna” ha venido ha ser el pastor supremo de las ovejas. 

2.      La Iglesia
La alianza veterotestamentaria fue rota muchas veces por parte del pueblo elegido; sin embargo, Dios conservó siempre su fidelidad[44] y por medio del profeta Jeremías[45], promete una “nueva alianza” y Ezequiel[46] nos dice lo mismo. Esta nueva alianza fue sellada con la sangre de Cristo, como el mismo Jesús dice al instituir la Eucaristía, refiriéndose a Ex 24,8 y a Is 53,11: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos”. Así Cristo se convierte en el mediador de la Nueva Alianza, en un sentido incomparablemente más elevado que Moisés, y la alianza es también mejor porque promete cosas mas elevadas, en lugar de bienes materiales, promete “redención y herencia eterna”. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, anuncia la muerte redentora de Jesús. Los relatos de la institución destacan las ideas de expiación, sacrificio, entrega, servicio y amor obediente de Cristo. Proclama la alianza definitiva entre Dios y su pueblo; la Eucaristía, procura el encuentro real con Dios. La Iglesia se siente protegida por su amor infinito. Anticipa el banquete mesiánico que tendrá lugar al final de los tiempos.

La Eucaristía “fuente y cima de toda la vida cristiana”[47], es fuente porque de ella brota toda la vida de la Iglesia: en todos los sacramentos, en las estructuras visibles del magisterio y del gobierno de la Iglesia, en las mociones interiores de la gracia, está presente la acción salvífica de Cristo. La Iglesia entera, al aceptar la Eucaristía, acepta el misterio total de Cristo: “Dios y hombre, que ha venido a entregar su cuerpo para la vida del mundo”. La Eucaristía es, el sacramento primario de la fe; presencia real, banquete eucarístico, renovación del sacrificio redentor, misterio de unidad y de fe, en la Eucaristía permanecen las especies del pan y del vino. Estas especies son el signo del cuerpo de Cristo. La realidad del sacramento es la realidad del cuerpo resucitado y glorioso de Cristo que se ofrece al Padre por ministerio de la Iglesia. Pero el cuerpo vivo ofrecido en el altar, es, a su vez, el signo de toda la Iglesia, que se ofrece juntamente con Él y debe asimilarse a Él cada día más, en una constante transubstanciación individual y colectiva; de este modo es la Eucaristía la fuente y la vida de toda la vida cristiana.

Jesús, en la última cena, manifestó que hacía de su muerte un sacrificio por los hombres y un punto de partida de la Nueva y Eterna Alianza, y de esta manera cumplía Dios la promesa, anunciada por los profetas, de salvar a su pueblo y librarlo de sus pecados por la muerte de Cristo.

En Moisés la Alianza fue comienzo y anuncio; en Jesús llega a su plenitud. La sangre de Jesús, sacramentalmente presente en el altar, entregada para el perdón de los pecados y la liberación de los hombres, es la “sangre de la Nueva y Eterna Alianza” (palabras de la consagración del cáliz en cuatro Plegarias Eucarística) la sangre de Jesús es ofrecida al Padre como sacrificio de acción de gracias y de comunión, para significar eficientemente que el amor une a los hombres con Dios y a éstos entre si. La Eucaristía es el signo de la Nueva y Eterna Alianza. La fracción del pan designa una comida típica de comunidad, en ella el que preside realiza el gesto que caracteriza, la última Cena de Jesús: el partir el pan y distribuirlo entre los participantes[48]. La cena se celebra obedeciendo al mandato del Señor, como memorial de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, de su cuerpo y de su sangre en el pan y en el vino, durante la última cena.

Pero no se trata de un puro y simple simbolismo, sino de una realidad. La Palabra de Dios “este es mi cuerpo”, y “esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre”; realiza lo que anuncia, ya que esa palabra es siempre eficaz. Por la participación de esta cena la comunidad se sabe integrada en el mismo Cristo, formando un solo cuerpo con él, beneficiaria de la salvación obtenida por Jesús con su entrega; todos los hechos nos ofrecen un panorama de la figura que ofrece la Iglesia de Cristo. La Iglesia, es obra de Cristo. En el surgir de la historia y en el mantenerse en ella, Dios ha intervenido, y a través de ella. Dios sigue interviniendo en el mundo de la historia y de los hombres de múltiples maneras. Como cuerpo de Cristo, la Iglesia prolonga en el mundo su acción salvífica. Es el sacramento signo que significa y realiza la salvación obtenida por Cristo.

3.      Bautismo
El primero de los sacramentos es el bautismo, que es la puerta de la vida espiritual; mediante él nos hacemos miembros de Cristo y parte del cuerpo de la Iglesia. Como miembros de Cristo, el cristiano ha recibido en el bautismo una nueva existencia, un nuevo nacimiento que le conforma con el segundo Adán, autor de la gracia del primer Adán. Al hacerse miembro del Cuerpo de Cristo, se dice que el cristiano nace de nuevo en el Espíritu, pues sólo el Espíritu de Cristo, el mismo que bajó sobre María para realizar la nueva creación de una humanidad unida al Verbo de Dios, puede agregar a los hombres a ese cuerpo del Señor y, al venir sobre ellos, animarlos de la misma vida; por esa unión vital con Cristo, que es incorporación al único sacerdote y mediador entre Dios y los hombres: Cristo; pero es imposible saltarse por alto la estructura sacramental de la salvación; por eso la unión con Cristo se hace no sólo por el Espíritu, sino con el agua y el Espíritu[49].

Dos los elementos concurren en esa creación nueva: el rito externo y la fuerza interior que anima las estructuras visibles de la Iglesia; por eso, el bautismo no solo une invisiblemente con Cristo, sino que incorpora a Cristo para formar en Él un cuerpo visible, que es la Iglesia, “todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo”[50]. Por el bautismo se realiza la alianza de Dios con los hombres, una vez removido el obstáculo que para ella constituía el pecado.

En virtud de esta alianza el hombre pasa a ser amigo de Dios, recibe la gracia y la santidad, recibe la filiación divina, real, verdadera, aunque adoptiva, al insertarse en el Hijo, al recibir el Espíritu mismo del Hijo; y el hombre se convierte en Templo, en morada del mismo Dios. Por el bautismo, el creyente se inserta también en el nuevo pueblo de Dios y recibe inscrita en su corazón la ley de su nuevo pueblo, el Espíritu. Así el creyente queda capacitado íntimamente para amar a Dios sobre todas las cosas y para entablar unas relaciones constantes de amor con todos los hombres.

Esta nueva vida, esta nueva alianza, se consolida y perfecciona con la participación en la Eucaristía. En ella el nuevo pueblo de Dios recibe como alimento el propio Cuerpo de Cristo, como nuevo y mejor maná que le fortifica para la peregrinación por la vida, y le hace un solo cuerpo con Él; en Ella bebe la sangre del mismo Cristo, la que quita el pecado del mundo, la que simboliza y significa la comunión de vida entre Dios y el pueblo[51].

Estos signos, como todas las intervenciones de Dios en la historia de la salvación, se nos ofrecen como recuerdo de la salvación obrada por Dios a lo largo de toda la historia, especialmente en la muerte de Cristo. Este recuerdo actualiza su eficacia salvífica para el hombre. Pero al propio tiempo son anticipo, prefiguración de la salvación que se hará definitiva y manifiesta cuando el Señor vuelva. Con ellos, especialmente con la Eucaristía, se anuncia la muerte del Señor hasta que Él vuelva[52].

En ella se anticipa el banquete que será la herencia del reino. Todos los signos, al tiempo que causan la unión con Cristo, exigen del que los recibió una asimilación cada vez más perfecta con Él. Como el renunció y murió a sí mismo, también el cristiano debe caminar en una vida nueva, muriendo constantemente al pecado[53]. Debe, como Cristo, amar a los hermanos hasta entregarse por ellos a la muerte[54]. Estas exigencias le vienen del amor que se le ha manifestado, de la salvación obrada por Dios a favor suyo.
Hna. Ana María P.




[1] Ex 19-24.
[2] Dt 28.
[3] Jos 24.
[4] 2 Re 18.
[5] 2 Re 22.
[6] 2 Re 23,25.
[7] Ex 19.20.3.
[8] Ex 19, 7-8.
[9] Gn 14,13; 2.
[10] Am 1,9.
[11] 1 Sa 23,18.
[12] Jos 9,11.15; 1 Sa 11,1; 2 Sa 3,12 ss.
[13] Ez 17,13 s.
[14] Os 2,18ss.
[15] Ex 24,18.
[16] Ex 32,4; 1 Re 12,28 y Hch 7,40 ss.
[17] Ex 3,7-10.16s.
[18] Gn 12,7; 13,15.
[19] Ex 14,31.
[20] Ex 19,5ss.
[21] Dt 7,6ss.
[22] Ex 20,3ss; Dt 5,7ss.
[23] Ex 19,7.
[24] Jos 24,13.
[25] Jos 24,24; Ex 24,7.
[26] Jos 24,15.
[27] Jos 24.
[28] Ne 8.
[29] Jr 22,9.
[30] Jr 31,32.
[31] Os 2,4; Ez16,15-43.
[32] Jr 31,35 ss.; 33,20 ss.
[33] Os 2,20-24.
[34] Ez 6,26.
[35] Jr 30, 22.
[36] Is 54.
[37] Is 55,3.
[38] Jn 1,25.
[39] Mc 14,24.
[40] Is 53.
[41] Is 53,10.
[42] Is 42,6.
[43] Ex 24,8.
[44] Jer 31; Lev 26,44 ss.
[45] Jr 31,31-34.
[46] Ez 36,26; 37,26.
[47]  Lumen Gentium n. 11.
[48] Lc 22,19 ss.
[49] Jn 3,5.
[50] 1 Co 12,13.
[51] Jn 6; Lc 22, 19-20;1 Co 11,23-26.
[52] 1 Co 11,26.
[53] Rom 6.
[54] .1 Jn 3,4; 1 Co 8,1-12;13;14,6-7; Rom 13,8; Jn 15,9-17.