DE LA SALVACIÓN
INTRODUCCIÓN
La “alianza” es un
pacto por el que se establecen relaciones entre personas o tribus que no
proceden de un tronco común. Vienen a sustituir a los lazos de sangre, y crea
entre los que se alían una comunidad de vida.
En la Escritura, la alianza
ocupa un puesto central, ya que con ella comienza Israel su existencia como
pueblo[1]. Los
mandamientos fundamentales de su historia se hallan jalonados por renovaciones
de esta alianza fundacional en Moab[2], al
emprender la conquista de la tierra; en Siquen, bajo Josías como comienzo del
disfrute de la tierra, después de la conquista[3].
Los sucesores de
Ezequías[4],
excepto el piadoso Josías[5],
reyes de Israel, no siguieron el camino del Señor; tras dos reinados de
impiedad y violencia sube al trono Josías, aun niño.
Judá en este tiempo goza
de paz, ya que las dos grandes potencias Egipto y Asiría están, por el momento,
demasiado ocupadas en problemas interiores. Asegurado el trono y con la ayuda
de la profetisa Julia y del profeta Jeremías, se lanza a una reforma religiosa
para reunir y revitalizar a su pueblo. Ordena la reparación del templo; el Sumo
Sacerdote Helcías encuentra el “libro de la ley” o “libro de la Alianza”,
núcleo literario de nuestro actual Deuteronomio. El templo y la Ley serán los
dos pilares de la reforma. El Dios de los padres, el recuerdo de sus hazañas,
vuelven a reanimar el corazón de su pueblo; y el rey Josías, como representante
del pueblo, “se convirtió al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con
toda su fuerza”[6].
Una noticia
inesperada llegó a Nehemías de la lejana Jerusalén, la ciudad atacada una y
otra vez por los enemigos que la rodean. Sigue en ruinas y Nehemías se
conmueve; una de las convicciones más arraigadas de su fe es que Dios dirige
todos los acontecimientos de su historia. Nehemías piensa que quizás esta
noticia sea una llamada de Dios. Reflexiona, ora y decide cambiar sus proyectos
en adelante. Su elocuencia, su optimismo, su don de gentes, su jovialidad, no
los utilizará ya para sus intereses personales, sino para servir en cuerpo y
alma a su pueblo y al Señor. Nehemías nos enseña a descubrir la voluntad de
Dios en los acontecimientos de la vida y a confiar en el Señor para llevar a
cabo la gran tarea de “unir a los dispersos”.
La alianza parte de
un movimiento de condescendencia de Yavé; Él, tiene la iniciativa, llamando a
Moisés para comunicarle el contenido de la misma[7]. El
pueblo es mantenido a distancia, a la escucha, con medidas extremas de
purificación, que indican y miden la distancia en orden a realizar el encuentro
con Yavé que la alianza entraña. La alianza se define pues, como una gracia. El
pueblo no puede presentar título alguno que le haga acreedor a esta relación
amistosa, familiar con Yavé. Sólo hay un motivo, que el Deuteronomio designará
con su nombre propio: el amor; como fruto del amor, la alianza no se propone al
pueblo para su aceptación, “Moisés vino y les expuso todas estas palabras, como Yavé se lo había
mandado, y el pueblo entero respondió: nosotros haremos todo cuanto Yavé ha
dicho”[8].
Los
capítulos 19-24 del libro del Éxodo nos llevan al monte Sinaí, nos hablan de la
alianza de Dios con su pueblo, del Decálogo o diez mandamientos del Señor y del
código de la alianza. El anuncio de la alianza y la celebración ritual de la
misma están separadas por la presentación de los diez mandamientos y del
llamado Código de la Alianza ,
nos encontramos en el corazón del libro del Éxodo. El señor propone a Israel
ser su propiedad personal. Con semejante privilegio revela su amor. Dios ha
elegido a su pueblo y lo ha amado sin merito alguno de su parte.
Progresivamente Dios hará caer en la cuenta a Israel de que su amor se extiende
a todos los pueblos. Por eso, ser “propiedad personal de Dios” quiere decir,
que solo Israel “conoce” a Dios y sabe y puede hacer lo que los otros pueblos
ignoran; Israel es el pueblo a Quien Dios ha hablado. Dios ofrece al pueblo de
Israel la vocación de ser manifestación y signo de la salvación de Dios ante
las naciones de la tierra. Un sacerdote representa a Dios ante el pueblo y éste
ante Dios; está en medio de Dios y del pueblo, es mediador. Moisés transmite al
pueblo las palabras de Dios: luego transmite al Señor la respuesta del pueblo:
es una aceptación.
I. LA ALIANZA EN EL ANTIGUO
TESTAMENTO
Romper la alianza es
el primer acto del pueblo nada mas haberla aceptado. La experiencia empezó con
Adán en el paraíso y atraviesa toda la Biblia , pero no parece que la idolatría fuera la intención
de Israel. El pueblo pecó por desobedecer el precepto del Señor de hacer
representaciones políticas de Yavé su Dios; esta grave desobediencia puso en
peligro la verdadera fe y le condujo, de hecho, a una verdadera idolatría.
Dios quiere llevar a
los hombres a una vida de comunión con El; esta idea fundamental para la
doctrina de la salvación, es la que expresa la idea esencial para la doctrina
de la salvación, y es la que expresa el tema de la alianza. En el AT dirige
todo el pensamiento religioso, pero se ve cómo con el tiempo se va
profundizando, y en el NT adquiere una magnitud sin igual, pues en él tiene ya
por contenido todo el misterio de Jesucristo.
En el Antiguo
Testamento la alianza antes de referirse a las relaciones de los hombres con
Dios, pertenecen a la experiencia social de los hombres; estos ligan entre si
los pactos y contratos; acuerdos entre grupos o individuos iguales que quieren
prestarse ayuda: son las alianzas de paz[9],
las alianzas de hermanos[10], los
pactos de amistad[11], e
incluso el matrimonio. Tratados desiguales, en que el poderoso promete su
protección al débil, mientras que este se compromete a servirle: el antiguo
Oriente practicaba corrientemente estos pactos de vasallaje, y la historia
bíblica ofrece diversos pactos de vasallaje, y la historia bíblica ofrece
distintos ejemplos de ellos[12]. En
estos casos el inferior puede solicitar la alianza pero; pero el poderoso la
otorga según su beneplácito y dicta sus condiciones[13]. La
concesión del pacto se hace según un ritual consagrado por el uso. Los pactos
se comprometen por juramento; se cortan animales en dos y se pasan los trozos
pronunciando imprecaciones contra los eventuales transgresores. Y finalmente,
se establece un memorial: se planta un árbol o se erige una piedra, que en
adelante serán los testigos del pacto; tal es la experiencia fundamental a
partir de la cual Israel representó sus relaciones con Dios.
1. La Alianza en el Sinaí
La formulación del
pacto entre Yavé y su pueblo sigue el modelo de las alianzas existentes en el
entorno cultural. El tema de la alianza no tarda en introducirse en el AT:
forma el punto de partida de todo el pensamiento religioso. En el Sinaí, el
pueblo libertado entró en alianza con Yavé y fue cómo el culto de Yavé vino a
ser su religión nacional. La alianza en cuestión no es un pacto entre iguales;
es análoga a los tratados de vasallaje: Yavé decide con soberana libertad,
otorga su alianza a Israel y Él me dictamina sus condiciones; sin embargo, no
se lleva demasiado lejos la comparación, pues la alianza sinaítica, dado que es
cosa de Dios, es de un orden particular. De golpe revela un aspecto esencial
del designio divino. “Las maravillas de la salida de Egipto y el periodo de
gracia en el desierto conservaron siempre en la conciencia israelita una
posición destacada. Gustaban de celebrar con cánticos aquellas grandes gestas de
Dios en las que estribaba toda la existencia nacional y religiosa de Israel especialmente en Sal 78; 105 y Dt 32. Luego, ante la
progresiva decadencia religiosa y moral, suspiraban los profetas, llenos de
nostalgia, por el “tiempo de los esponsales” en el destierro[14].
El Israel de la
peregrinación por el desierto se puede ya considerar como el Israel de los
futuros judíos y de los futuros cristianos; esto manifiesta ya, muy en general,
durante los cuarenta días de ausencia de Moisés en la montaña[15], en
cierta forma de “trivializacion de Yavé”, de la falsificación idolátrica del
verdadero Dios al que se cambia por la imagen del toro, del “becerro de oro” rodeado
por la multitud en desesperada orgía[16], y
todavía en forma menos velada en el culto idolátrico de Baal. Constantemente el
pueblo tienta a Dios, le pone a prueba, murmura, se rebela. Pero Dios sale
victorioso de esta tentación por parte del pueblo. El se mantiene fiel a su
promesa, su misericordia triunfa perdonando una y otra vez el pecado,
rehaciendo constantemente la mancha del pueblo, lo soporta, lo perdona, continúa
guiándolo, acompañándolo paso a paso hasta depositarlo en la tierra de su
descanso. Pero la sanción es la muerte de los principales culpables.
2. La Alianza en los designios
de Dios
Ya
en la visión de la zarza que ardía reveló Yavé
a un mismo tiempo a Moisés su nombre y su designio para con Israel: quiere
libertar a Israel de Egipto para asentarlo en la tierra de Canaan[17]
pues Israel es su pueblo, al que quiere dar la tierra prometida a sus padres[18].
Esto supone ya que por parte de Dios es Israel objeto de elección y depositario
de una promesa. El Éxodo vienen luego a confirmar la revelación del Horeb: al
libertar Dios efectivamente a su pueblo muestra que El es el Señor y que es
capaz de imponer su voluntad; así, el pueblo libertado responde al
acontecimiento con su fe[19].
Ahora una vez adquirido este punto, puede Dios ya revelar su designio de
alianza: “seréis mi propiedad entre todos los pueblos, porque mía es toda la
tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”[20].
Estas palabras subrayan la gratuidad de la elección divina: Dios escogió a
Israel sin meritos por su parte, porque lo ama y quería mantener el juramento
hecho a sus padres[21]. Habiéndolo
separado de las naciones paganas, se lo revela exclusivamente a él: Israel será
su pueblo, le servirá con su culto, vendrá a ser su reino; por su parte Yavé le
garantiza ayuda y protección.
Dios
al otorgar su alianza a Israel y hacerle promesas, le impone también condiciones
que Israel deberá observar. Los relatos que se entrelazan en el Pentateuco
ofrecen varias formulaciones de estas cláusulas que reglamentan el pacto y constituyen
la ley; la primera concierne al culto del Único Yave y la prescripción de la idolatría[22] que
aquí se desprende inmediatamente la repulsa de toda alianza con las naciones
paganas; pero también se sigue que Israel deberá aceptar todas las voluntades
divinas, que envolverán su existencia entera en una red tupida de
prescripciones: “Moisés expuso todo lo que le había dicho Yavé”[23].
Compromiso solemne, cuyo respeto condicionará para siempre el destino histórico
de Israel. El pueblo de Israel se halla en el cruce de los caminos: “Si
obedece, tiene aseguradas las bendiciones divinas; si falta a su palabra, él
mismo se condena a las maldiciones.
3. La alianza en Siquen
Moisés desaparece de
un modo misterioso, contemplando tan solo de lejos la tierra por la que había
suspirado. Pero antes de morir Moisés impone las manos a Josué, asegurando así
la permanencia de su mismo espíritu en la energía, la fortaleza, el acierto para
guiar al pueblo y llevarlo a la posesión de la tierra, el último acto de la
liberación. Como Moisés, Josué aparece como el enviado de Yave para hacer
efectiva la conquista de la tierra. La historia de la salvación continúa. Un
mismo espíritu, la misma presencia, la misma asistencia divina, asegura la
continuidad. La conquista aparece escrita con rasgos de guerra Santa: es Yavé
quien combate. Así cumple Él su palabra dada a los padres, aquella que ha
puesto en marcha todo el proceso de liberación. La posesión de la tierra
aparece así, desde el comienzo y siempre, como puro “don”.
La asamblea de Siquen
tiene una gran importancia religiosa: en Siquen el Señor, que se manifestó en
el Sinaí, es acogido como el Dios de todas las tribus; todos aceptan su ley.
Crece la conciencia del pueblo de Dios, al principio habla Dios por Josué: “Yo
os he dado una tierra que no os ha costado fatiga, unas ciudades que no habéis
construido…[24]; el
pueblo renueva sus compromisos del Sinaí: “a Yavé nuestro Dios serviremos y a
su voz atenderemos”[25]. Sin
embargo Josué tiene que advertir con dolor: “vosotros no podéis servir al Señor,
pues es un Dios santo, un Dios celoso…”[26]. El
pasaje tienen forma habitual de los tratados de alianza, recuerdo de los
beneficios concedidos, fidelidad que se exige y se promete; rito que sella el
mutuo compromiso, Dios lo mantiene: tierra y libertad. El pueblo se compromete
a obedecer y a servir sólo a este Dios
A las tribus venidas
de Egipto se unen, con los vínculos religiosos, otras tribus establecidas ya
antes en Canaan, y muchos de los pueblos conquistados, todos ellos renuevan la
alianza de Siquen[27].
Este pueblo, esta generación, empalma así con los orígenes, con la generación
que experimentó la liberación de Egipto y la alianza en el Sinaí.
4. En la monarquía (David)
Con la posesión de la
tierra se cierra un ciclo de intervenciones de Yave. La alianza con David,
ungido rey de Juda y de Israel, abre un nuevo período de la historia de la
salvación. La figura de David es transmitida por la Biblia con gran cariño; su
gesta histórica ha sido escrita por algún testigo de los acontecimientos
inmediatamente después de los mismos.
En el orden
religioso, David traslada el arca de la alianza a Jerusalén, con lo que ésta se
convierte al propio tiempo en la “ciudad de Dios”, en la que en adelante morara
el Dios de Israel con una presencia especial; así, David logra legitimar el
nuevo orden, ya que éste aparece en perfecta continuidad con el antiguo,
simbolizado en el arca. La unidad política se ve fortalecida con la antigua
unidad religiosa. Con David, el plan de salvación de Dios da un paso hacia
delante, conoce una nueva concreción: en la escena de la unción, que sirve de
prologo a toda su actividad, se pone de relieve una de las constantes de la
historia salvífica. Dios elige no según las apariencias sino mirando el
corazón; la personalidad de David es la más rica y mejor trazada por la Biblia , una completa figura
humana. Conoció el dolor y la alegría, el éxito y el fracaso.
Y la elección recae
sobre el pequeño, el último de una
familia de ocho, el último de los hijos de Jesé, el que no sirve para la
guerra, para la obra de liberación. En su intimidad David reconoce siempre que
la obra por él realizada supera sus capacidades; el éxito de este rey salvador
se halla asegurado porque no se ha engreído, no se ha hecho como Dios, ha
reconocido los límites de su acción, que es Yavé el único que salva: Jerusalén
sin Yave no es nada.
David traslada a
Jerusalén el arca que estaba en un santuario sin importancia desde su devolución
por los filisteos. La presencia de Dios en la ciudad santa logrará la
unificación de las tribus del Norte y del sur de Palestina; con el arca en su
interior, el rey convertirá a Jerusalén en una ciudad a la que acudirán
gustosas las tribus del Norte; signo de la fe de Israel, trasladada a
Jerusalén, será el símbolo eficaz de la unión de los israelitas en torno a Yavé
y a David su rey; finaliza una marcha de más de dos siglos, desde la época del
pueblo en el desierto. Jerusalén, “montaña santa” para los profetas, Isaías y Miqueas,
va a sustituir al monte Sinaí.
El traslado del arca
resultó una fiesta llena de alborozada alegría; todo el pueblo acompaña a su
rey, que manifiesta con aclamaciones y danzas su piedad desbordante. David
ofrece holocaustos y sacrificios de comunión, bendice al pueblo y termina la
fiesta con un reparto de víveres; la muchedumbre guardará un imborrable recuerdo
de esta solemnidad y comunicará al regreso a su hogar el deseo de “subir” a
Jerusalén. David podrá, a partir de este día gozoso, estar delante de su Señor,
de Él sacará la inspiración para los salmos o cantos religiosos que se le
atribuyen.
El Nuevo Testamento
ve cumplida en Jesús de Nazaret, resucitado de entre los muertos, esta palabra
dirigida a David: El es el “Hijo de David”. La resurrección es vista como la
entronización de Jesús como Mesías y Señor a la derecha del Padre, que es igual
con Él en poder, y la soberanía sobre el universo y el hombre. A Él le es
entregado el reino, Él es el rey, un reino que, aunque presente ya en este
mundo, espera aun su consumación definitiva en la nueva ciudad de Dios, la Jerusalén celestial,
donde Dios ha fijado su trono para siempre.
5. Profetismo
Puede afirmarse que
en la época que se inicia con la instauración de la monarquía, la intervención
salvífica de Dios se encarna en los profetas, testigos de Dios y guías para el
pueblo. En cada uno de ellos, y por su medio, Dios se acerca a la historia
según las peculiares circunstancias por las que atraviesa el pueblo o la monarquía.
Con la aparición de los profetas en Israel, la intervención de Dios en la
historia da un paso más.
El profeta es una
figura religiosa; puede ser definido adecuadamente como el “hombre de Dios”. El
hombre es constituido profeta en un determinado momento de su vida, en ese
momento, concreto, localizable y datable, en el templo, en casa, estando detrás
del rebaño… El hombre ha tenido una experiencia íntima, profunda, personal de
Dios. Su “Yo” personal se ha visto como invadido; todo su ser, toda su vida ha
quedado afectada, tocada, sellada por esta invasión; esta invasión de Dios no
admite duda alguna para el propio profeta; la invasión de Dios reviste carácter
de encuentro, un encuentro en intimidad personal, en dialogo, en visión; el
encuentro afecta a la personalidad del hombre, la transforma. El encuentro
revela también al profeta lo que él mismo es, su “propia personalidad” en orden
de la relación con Dios, y también el encuentro revela al profeta la realidad
profunda del corazón del pueblo.
La persona y la vida
del profeta se convierten en símbolo, en signo para el pueblo. Isaías con sus
hijos; Oseas con su matrimonio; Jeremías con su celibato; Ezequiel con su
fortaleza ante la muerte de su esposa, el siervo de Yavé con su silencio y su
sacrificio. El profeta es, testigo de Dios, encarnación de su gracia y de su
juicio; Dios actúa por ellos y en ellos.
Podemos comprobar una
renovación efectiva de la alianza en cientos puntos cruciales de la historia;
Josué la renueva en Siquen, y el pueblo reitera su compromiso para con Yave; el
pacto de David con los ancianos de Israel va seguido de una promesa divina:
Yave otorga su alianza a David y a su dinastía; a condición únicamente de que
la alianza del Sinaí sea fielmente observada. La oración y la bendición de
Salomón en el momento de la inauguración del templo, enlazan a la vez con esta
alianza davídica y con la del Sinaí, cuyo memorial conserva el templo. Las
mismas renovaciones bajo Joás, y sobre todo bajo Josías, que sigue el ritual Deuteronómico;
la lectura solemne de la ley por Esdras presenta un contexto muy semejante[28]. Así,
el pensamiento de la alianza se mantiene como idea directriz que sirve de base
a todas las reformas religiosas.
Hacia la nueva
alianza (la ruptura de la antigua alianza). Los profetas no solo profundizaron
la doctrina de la alianza subrayando las implicaciones del pacto sinaítico;
volvieron los ojos hacia el porvenir, presentaron en su conjunto el drama del
pueblo de Dios que se cierne entorno a él; a consecuencia de la infidelidad de
Israel[29], el
antiguo pacto queda roto[30],
como un matrimonio que se deshace a causa de los adulterios de la esposa[31].
Dios no ha tomado la iniciativa de esa ruptura, pero saca las consecuencias de
ella. Israel sufrirá en su historia el justo castigo de su infidelidad; tal
será el sentido de sus pruebas nacionales: ruina de Jerusalén, cautividad,
dispersión.
Pero a pesar de todas
las infidelidades, el designio de la alianza revelado por Dios subsiste
invariable[32]. Habrá,
pues, al final de los tiempos, una alianza nueva. Oseas la evoca bajo los rasgos
de nuevos esponsales que comportará a la esposa: amor, justicia, fidelidad,
conocimiento de Dios, y que restablecerán la paz entre el hombre y la creación
entera[33]. Jeremías
nos dice que entonces serán cambiados los corazones humanos, puesto que se inscribirá
en ellos la ley de Dios. Ezequiel anuncia la conclusión una alianza eterna, de
una alianza de paz[34],
que renovara la del Sinaí y la de David, y que comportará el cambio de los
corazones y el don del Espíritu Divino: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré
vuestro Dios”[35]. En
el mensaje de consolación adopta esta alianza de nuevo los rasgos de las nupcias
de Yave y de la nueva Jerusalén[36], alianza
inquebrantable como la que se había jurado a Noé, alianza hecha de las gracias
prometidas a David[37],
que tiene por artífice al misterioso Siervo, al que Dios constituye como
alianza del pueblo y luz de las naciones. El designio de la alianza que domina
toda la historia humana hallará su punto culminante al final de los tiempos.
II. LA ALIANZA EN EL NUEVO
TESTAMENTO
1. Jesús
de Nazaret
Revelado en forma
imperfecta en la alianza patriarcal, mosaica, davídica, se realiza finalmente
en una forma perfecta, a la vez interior y universal, por la mediación del
Siervo de Yavé. La historia de Israel proseguirá su curso; en consideración del
pacto del Sinaí, las instituciones judías llevarán el nombre de la alianza
santa. Pero esta historia estará de hecho dirigida hacia el porvenir, hacia la
Nueva Alianza, hacia el Nuevo Testamento.
El carisma profético
parece extinguirse al estructurarse el pueblo de Israel como comunidad
religiosa después del destierro. La intervención de Dios tendrá entonces otros
intermediarios. Sin embargo, la experiencia de la intervención a través de los
profetas ha sido tan profunda, que el silencio profético nunca es considerado
como definitivo; se espera le llegada del “Profeta grande”. Con el Bautista se
aviva la esperanza[38].
Este profeta es reconocido en Jesús de Nazaret. El aparece en un contexto profético,
actúa como los profetas, es reconocido como tal; pero en realidad Jesús supera
a los profetas.
La palabra diatheke figura en los cuatro relatos de
la ultima cena, en un contexto de importancia única, Jesús después de tomar y
de distribuirlo diciendo: “Tomad y comed, este es mi cuerpo”, toma el cáliz de
vino, lo bendice y lo hace circular; la formula mas breve nos ha sido
conservada por Marcos: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que será
derramada por una multitud”[39]; y
Mateo añade: “para la remisión de los pecados”; y Lucas y Pablo, dicen: “Este cáliz
es la nueva alianza de mi sangre”; y Lucas solo nos pone: “que será derramada
por vosotros”. Jesús se considera como el siervo doliente[40] y
comprende su muerte como un sacrificio expiatorio[41]; con
esto viene a ser el mediador de la nueva alianza que deja entrever el mensaje
de consolación[42].
Pero la “sangre de la alianza” recuerda también que la alianza del Sinaí se había
concluido en la sangre[43]:
los sacrificios de los animales son sustituidos por un sacrificio nuevo, cuya
sangre realiza eficazmente una unión definitiva entre Dios y los hombres.
Así se cumple la
promesa de la nueva alianza enunciada por Jeremías y Ezequiel: gracias a la
sangre de Jesús serán cambiados los corazones humanos y se dará el Espíritu de
Dios. La muerte de Cristo, sacrificio de Pascua, sacrificio de alianza y
sacrificio expiatorio, llevará a su cumplimiento las figuras del AT, que la
esbozaban de diversas maneras. La antigua alianza era, imperfecta, ya que se mantenía
en el plano de las sombras y de las figuras, asegurando sólo imperfectamente el
encuentro de los hombres con Dios; por el contrario, la nueva es perfecta, puesto
que Jesús, nuestro sumo sacerdote, nos asegura para siempre el acceso cerca de
Dios. Pues Jesucristo “por la sangre de una alianza eterna” ha venido ha ser el
pastor supremo de las ovejas.
2. La Iglesia
La alianza
veterotestamentaria fue rota muchas veces por parte del pueblo elegido; sin
embargo, Dios conservó siempre su fidelidad[44] y
por medio del profeta Jeremías[45],
promete una “nueva alianza” y Ezequiel[46] nos
dice lo mismo. Esta nueva alianza fue sellada con la sangre de Cristo, como el
mismo Jesús dice al instituir la
Eucaristía , refiriéndose a Ex 24,8 y a Is 53,11: “Esta es mi
sangre de la alianza, que es derramada por muchos”. Así Cristo se convierte en
el mediador de la Nueva Alianza, en un sentido incomparablemente más elevado
que Moisés, y la alianza es también mejor porque promete cosas mas elevadas, en
lugar de bienes materiales, promete “redención y herencia eterna”. Cada vez que
la Iglesia
celebra la Eucaristía ,
anuncia la muerte redentora de Jesús. Los relatos de la institución destacan
las ideas de expiación, sacrificio, entrega, servicio y amor obediente de
Cristo. Proclama la alianza definitiva entre Dios y su pueblo; la Eucaristía , procura el
encuentro real con Dios. La
Iglesia se siente protegida por su amor infinito. Anticipa el
banquete mesiánico que tendrá lugar al final de los tiempos.
Jesús, en la última
cena, manifestó que hacía de su muerte un sacrificio por los hombres y un punto
de partida de la Nueva
y Eterna Alianza, y de esta manera cumplía Dios la promesa, anunciada por los
profetas, de salvar a su pueblo y librarlo de sus pecados por la muerte de
Cristo.
En Moisés la Alianza fue comienzo y
anuncio; en Jesús llega a su plenitud. La sangre de Jesús, sacramentalmente
presente en el altar, entregada para el perdón de los pecados y la liberación
de los hombres, es la “sangre de la
Nueva y Eterna Alianza” (palabras de la consagración del cáliz
en cuatro Plegarias Eucarística) la sangre de Jesús es ofrecida al Padre como
sacrificio de acción de gracias y de comunión, para significar eficientemente
que el amor une a los hombres con Dios y a éstos entre si. La Eucaristía es el signo
de la Nueva y
Eterna Alianza. La fracción del pan designa una comida típica de comunidad, en
ella el que preside realiza el gesto que caracteriza, la última Cena de Jesús:
el partir el pan y distribuirlo entre los participantes[48]. La
cena se celebra obedeciendo al mandato del Señor, como memorial de la entrega
que Cristo hizo de sí mismo, de su cuerpo y de su sangre en el pan y en el
vino, durante la última cena.
Pero no se trata de
un puro y simple simbolismo, sino de una realidad. La Palabra de Dios “este es
mi cuerpo”, y “esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre”; realiza lo
que anuncia, ya que esa palabra es siempre eficaz. Por la participación de esta
cena la comunidad se sabe integrada en el mismo Cristo, formando un solo cuerpo
con él, beneficiaria de la salvación obtenida por Jesús con su entrega; todos
los hechos nos ofrecen un panorama de la figura que ofrece la Iglesia de Cristo. La Iglesia , es obra de
Cristo. En el surgir de la historia y en el mantenerse en ella, Dios ha
intervenido, y a través de ella. Dios sigue interviniendo en el mundo de la
historia y de los hombres de múltiples maneras. Como cuerpo de Cristo, la Iglesia prolonga en el
mundo su acción salvífica. Es el sacramento signo que significa y realiza la
salvación obtenida por Cristo.
3. Bautismo
El primero de los
sacramentos es el bautismo, que es la puerta de la vida espiritual; mediante él
nos hacemos miembros de Cristo y parte del cuerpo de la Iglesia. Como
miembros de Cristo, el cristiano ha recibido en el bautismo una nueva
existencia, un nuevo nacimiento que le conforma con el segundo Adán, autor de
la gracia del primer Adán. Al hacerse miembro del Cuerpo de Cristo, se dice que
el cristiano nace de nuevo en el Espíritu, pues sólo el Espíritu de Cristo, el
mismo que bajó sobre María para realizar la nueva creación de una humanidad
unida al Verbo de Dios, puede agregar a los hombres a ese cuerpo del Señor y,
al venir sobre ellos, animarlos de la misma vida; por esa unión vital con
Cristo, que es incorporación al único sacerdote y mediador entre Dios y los
hombres: Cristo; pero es imposible saltarse por alto la estructura sacramental
de la salvación; por eso la unión con Cristo se hace no sólo por el Espíritu,
sino con el agua y el Espíritu[49].
Dos los elementos concurren
en esa creación nueva: el rito externo y la fuerza interior que anima las
estructuras visibles de la
Iglesia ; por eso, el bautismo no solo une invisiblemente con
Cristo, sino que incorpora a Cristo para formar en Él un cuerpo visible, que es
la Iglesia , “todos
hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo”[50].
Por el bautismo se realiza la alianza de Dios con los hombres, una vez removido
el obstáculo que para ella constituía el pecado.
En virtud de esta
alianza el hombre pasa a ser amigo de Dios, recibe la gracia y la santidad,
recibe la filiación divina, real, verdadera, aunque adoptiva, al insertarse en
el Hijo, al recibir el Espíritu mismo del Hijo; y el hombre se convierte en
Templo, en morada del mismo Dios. Por el bautismo, el creyente se inserta
también en el nuevo pueblo de Dios y recibe inscrita en su corazón la ley de su
nuevo pueblo, el Espíritu. Así el creyente queda capacitado íntimamente para
amar a Dios sobre todas las cosas y para entablar unas relaciones constantes de
amor con todos los hombres.
Esta nueva vida, esta
nueva alianza, se consolida y perfecciona con la participación en la Eucaristía.
En ella el nuevo pueblo de Dios recibe como alimento el propio Cuerpo de
Cristo, como nuevo y mejor maná que le fortifica para la peregrinación por la vida,
y le hace un solo cuerpo con Él; en Ella bebe la sangre del mismo Cristo, la
que quita el pecado del mundo, la que simboliza y significa la comunión de vida
entre Dios y el pueblo[51].
Estos signos, como
todas las intervenciones de Dios en la historia de la salvación, se nos ofrecen
como recuerdo de la salvación obrada por Dios a lo largo de toda la historia,
especialmente en la muerte de Cristo. Este recuerdo actualiza su eficacia
salvífica para el hombre. Pero al propio tiempo son anticipo, prefiguración de
la salvación que se hará definitiva y manifiesta cuando el Señor vuelva. Con
ellos, especialmente con la
Eucaristía , se anuncia la muerte del Señor hasta que Él vuelva[52].
En ella se anticipa
el banquete que será la herencia del reino. Todos los signos, al tiempo que
causan la unión con Cristo, exigen del que los recibió una asimilación cada vez
más perfecta con Él. Como el renunció y murió a sí mismo, también el cristiano
debe caminar en una vida nueva, muriendo constantemente al pecado[53].
Debe, como Cristo, amar a los hermanos hasta entregarse por ellos a la muerte[54].
Estas exigencias le vienen del amor que se le ha manifestado, de la salvación
obrada por Dios a favor suyo.
Hna. Ana María P.
[1]
Ex 19-24.
[2]
Dt 28.
[3]
Jos 24.
[4]
2 Re 18.
[5]
2 Re 22.
[6] 2 Re 23,25.
[7]
Ex 19.20.3.
[8]
Ex 19, 7-8.
[9]
Gn 14,13; 2.
[10]
Am 1,9.
[11]
1 Sa 23,18.
[12]
Jos 9,11.15; 1 Sa 11,1; 2 Sa 3,12 ss.
[13]
Ez 17,13 s.
[14]
Os 2,18ss.
[15]
Ex 24,18.
[16]
Ex 32,4; 1 Re 12,28 y Hch 7,40 ss.
[17]
Ex 3,7-10.16s.
[18]
Gn 12,7; 13,15.
[19]
Ex 14,31.
[20]
Ex 19,5ss.
[21]
Dt 7,6ss.
[22]
Ex 20,3ss; Dt 5,7ss.
[23]
Ex 19,7.
[24]
Jos 24,13.
[25]
Jos 24,24; Ex 24,7.
[26]
Jos 24,15.
[27]
Jos 24.
[28]
Ne 8.
[29]
Jr 22,9.
[30]
Jr 31,32.
[31]
Os 2,4; Ez16,15-43.
[32]
Jr 31,35 ss.; 33,20 ss.
[33]
Os 2,20-24.
[34]
Ez 6,26.
[35]
Jr 30, 22.
[36]
Is 54.
[37]
Is 55,3.
[39] Mc 14,24.
[40] Is 53.
[41] Is 53,10.
[42] Is 42,6.
[43] Ex 24,8.
[45] Jr 31,31-34.
[48] Lc 22,19 ss.
[49] Jn 3,5.
[50] 1 Co 12,13.
[51] Jn 6; Lc 22, 19-20;1
Co 11,23-26.
[52] 1 Co 11,26.
[53] Rom 6.
[54] .1 Jn 3,4; 1 Co
8,1-12;13;14,6-7; Rom 13,8; Jn 15,9-17.