Nos ha nacido un Niño un Hijo se nos dio, la tierra se ilumina de un nuevo resplandor. |
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. En el evangelio de la misa de esta noche, san Lucas se entretenía en describir los particulares que rodearon el natividad del Hijo de María, pero en la misa del día, el evangelista Juan invita a contemplar la realidad de la grandeza del Dios de los padres, ante el cual los patriarcas y profetas se inclinaban llenos de temor, para decirnos que este Dios, en su amor por los hombres pronunció una Palabra, una Palabra que es vida y que la comunica con generosidad, que es luz que brilla en las tinieblas, que ha llamado a la existencia el universo entero, que ha escogido a los hombres para fijar entre ellos su residencia. Y esta Palabra, dice Juan, se hizo carne y acampó, o si se quiere, más textualmente, plantó su tienda entre nosotros. Este es el mensaje gozoso que la Navidad nos comunica: La Palabra de Dios, por la cual todo existe, todo es vida y luz, ha querido hacerse pequeña de alguna manera, adquirir la dimensión humana y convivir con los hombres como un hombre más.
Este es el mensaje gozoso, la buena nueva, el pregón de victoria de que habla el profeta en la primera lectura y que supone el resurgir de la ciudad santa de Jerusalén que por el pecado había sido arruinada. Pero este renacer reclama colaboración. En evangelio de la noche recordaba a los pastores que, después de oir el mensaje angélico, se pusieron en camino hasta postrarse ante el niño recien nacido. Juan, en cambio, habla de la dramática historia del encuentro entre la Palabra que viene al encuentro de los hombres y la actitud de éstos. La Palabra era luz que brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron. La Palabra era vida, el mismo mundo fue hecho por la Palabra, pero el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron.
Pero no podemos dejarnos desanimar por esta constatación. No todos han adoptado esta actitud negativa. A cuantos la recibieron les ha dado el poder ser hijos de Dios en la medida en que creen. He aquí el mensaje que acompaña al anuncio de la venida de la Palabra: Hay que creer, hay que abrirse, para que la Palabra pueda desplegar en nosotros toda su potencia y llevar a cabo su obra de salvación. Hoy la liturgia nos recuerda el hecho de la creación del hombre, a imagen y semejanza de Dios, pero esta obra magnífica, expresión del amor de Dios por los hombres, se vió alterada por el pecado del hombre. Pero Dios no ceja: y Dios ha restablecido la dignidad del hombre por Jesús al hacerlo hijo de Dios y heredero del cielo.
El hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre nos ayuda a comprender otro aspecto importante: el valor que el hombre tiene para Dios. El hombre, cualquier hombre, entra en los planes de salvación de Dios. No en vano Jesús dirá con tono solemne: lo que hacéis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mi. Precisamente por eso, no podemos reducir la celebración de la Navidad a dar una mirada retrospectiva de la historia de salvación y a cantar el amor de Dios para con los hombres que, en un momento preciso lo ha llevado a nacer de María. Una auténtica celebración de la Navidad lleva consigo el plantearse cómo recibimos a Jesús. Ciertamente no se trata de saber como se recibiría a Jesús si se presentase a nosotros tal como lo conocieron sus contemporáneos. Hemos de esforzarnos a recibir a Jesús en todos y cada uno de los hermanos que tenemos a nuestro lado. Que el Dios hecho hombre nos ayude a descubrir el valor de todos y cada uno de nuestros hermanos, por quienes Jesús se entregó hasta el final.