Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Con estas palabras de s.
Juan entramos de lleno en la celebración de la Pascua.
La primera lectura recuerda hoy el
sentido original de la Pascua hebrea, un rito antiquísimo, nacido entre
pastores nómadas y recogido después por Moisés como signo de la intervención de
Dios en la historia de su pueblo para liberarlo del yugo egipcio e iniciarle en
el camino de la libertad. Israel, desde aquel momento, renueva cada año el antiguo
rito para proclamar que Dios está cerca de su pueblo, siempre dispuesto a
salvarlo. Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, sentado en la mesa con
sus discípulos, repitió aquel rito pascual dándole un nuevo significado. Dado
que el pueblo continua necesitado de liberación, Dios se dispone a intervenir
de nuevo; pero ahora no será la sangre de un cordero el signo que protegerá al
pueblo sino la sangre del Hijo del hombre que será inmolado en la cruz.
San
Pablo, en la segunda lectura, siguiendo a los evangelistas Mateo, Marcos y
Lucas, ha presentado la versión cristiana del rito pascual: el pan y el vino
son signos del cuerpo y de la sangre de Jesús, que anuncian y hacen presente la
salvación que Dios ofrece, hasta el momento en que participaremos con Jesús en
la gloria del Padre y la salvación será realidad para cada uno de nosotros.
Pero
el evangelio de san Juan no habla directamente de este rito pascual cristiano. El
evangelista, dando por conocido el misterio que encierra el gesto ritual que distingue
a los cristianos, quiere inculcar la dimensión real del rito que Jesús dejó a
sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por
parte de aquel que es Señor y Maestro. Jesús, sabiendo que el Padre había
puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levantó de la
cena, se quitó el manto y se puso a lavar los pies a los discípulos. El gesto
de Jesús de lavar los pies de los discípulos recuerda lo que Dios ha querido
hacer para la humanidad: El Hijo de Dios ha venido hasta nosotros para
servirnos, no para ser servido, ha venido para asumir nuestras miserias, para
participar en verdad de nuestra vida humana; ha amado tanto al hombre pecador,
que se ha puesto a su servicio, ha dado la vida por él, hasta morir clavado en
la cruz. El gesto de Jesús es humildad, ciertamente, pero sobre todo es amor.
San
Juan, al substituir, en la narración de la última cena, la institución de la
eucaristía por el lavatorio de los pies, quiere indicarnos la exigencia que
comporta reunirnos para participar del sacramento del cuerpo y de la sangre de
jesús. En efecto, de poco puede servirnos asistir a la misa, participar en los
cantos, escuchar las lecturas, sumir el pan consagrado, si, al salir de la
celebración, seguimos pretendiendo ser el centro del universo, imponiendo a los
demás nuestro punto de vista o nuestro capricho, si tratamos de continuar
medrando en bienes temporales aprovechándonos de la debilidad o de la candidez
de los demás, si usamos a los demás como objeto para saciar nuestras pasiones,
si no nos damos cuenta que los bienes que la vida a puesto a nuestra
disposición han de ser administrados para el bien común y no sólo para nuestro
provecho, si nos desentendemos de las obligaciones sociales y políticas, para
permanecer en una cómoda tranquilidad.
“Si
yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis
lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho
con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Con estas palabras, Jesús no nos
invita simplemente a repetir el gesto material de lavarnos los pies unos a
otros; ésto sería relativamente fácil, aunque quizá para el hombre moderno
pueda entrañar un cierto esfuerzo para superar la sensibilidad natural. Jesús
nos pide mucho más. Nos pide que le imitemos en su gesto de dar la vida por los
hermanos. Que cada vez que celebremos la Eucaristía sepamos superar los límites
del rito para entender la dimensión real de la obra salvadora de Jesús y
aprendamos a acoger en todo su valor a todos los hermanos, a toda la humanidad
por la que Jesús se ha entregado.