miércoles, 1 de abril de 2015

JUEVES SANTO (ciclo B)

    

         Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Con estas palabras de s. Juan entramos de lleno en la celebración de la Pascua.

La primera lectura recuerda hoy el sentido original de la Pascua hebrea, un rito antiquísimo, nacido entre pastores nómadas y recogido después por Moisés como signo de la intervención de Dios en la historia de su pueblo para liberarlo del yugo egipcio e iniciarle en el camino de la libertad. Israel, desde aquel momento, renueva cada año el antiguo rito para proclamar que Dios está cerca de su pueblo, siempre dispuesto a salvarlo. Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, sentado en la mesa con sus discípulos, repitió aquel rito pascual dándole un nuevo significado. Dado que el pueblo continua necesitado de liberación, Dios se dispone a intervenir de nuevo; pero ahora no será la sangre de un cordero el signo que protegerá al pueblo sino la sangre del Hijo del hombre que será inmolado en la cruz.

          San Pablo, en la segunda lectura, siguiendo a los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, ha presentado la versión cristiana del rito pascual: el pan y el vino son signos del cuerpo y de la sangre de Jesús, que anuncian y hacen presente la salvación que Dios ofrece, hasta el momento en que participaremos con Jesús en la gloria del Padre y la salvación será realidad para cada uno de nosotros.

          Pero el evangelio de san Juan no habla directamente de este rito pascual cristiano. El evangelista, dando por conocido el misterio que encierra el gesto ritual que distingue a los cristianos, quiere inculcar la dimensión real del rito que Jesús dejó a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de aquel que es Señor y Maestro. Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el manto y se puso a lavar los pies a los discípulos. El gesto de Jesús de lavar los pies de los discípulos recuerda lo que Dios ha querido hacer para la humanidad: El Hijo de Dios ha venido hasta nosotros para servirnos, no para ser servido, ha venido para asumir nuestras miserias, para participar en verdad de nuestra vida humana; ha amado tanto al hombre pecador, que se ha puesto a su servicio, ha dado la vida por él, hasta morir clavado en la cruz. El gesto de Jesús es humildad, ciertamente, pero sobre todo es amor.


           San Juan, al substituir, en la narración de la última cena, la institución de la eucaristía por el lavatorio de los pies, quiere indicarnos la exigencia que comporta reunirnos para participar del sacramento del cuerpo y de la sangre de jesús. En efecto, de poco puede servirnos asistir a la misa, participar en los cantos, escuchar las lecturas, sumir el pan consagrado, si, al salir de la celebración, seguimos pretendiendo ser el centro del universo, imponiendo a los demás nuestro punto de vista o nuestro capricho, si tratamos de continuar medrando en bienes temporales aprovechándonos de la debilidad o de la candidez de los demás, si usamos a los demás como objeto para saciar nuestras pasiones, si no nos damos cuenta que los bienes que la vida a puesto a nuestra disposición han de ser administrados para el bien común y no sólo para nuestro provecho, si nos desentendemos de las obligaciones sociales y políticas, para permanecer en una cómoda tranquilidad.

          “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Con estas palabras, Jesús no nos invita simplemente a repetir el gesto material de lavarnos los pies unos a otros; ésto sería relativamente fácil, aunque quizá para el hombre moderno pueda entrañar un cierto esfuerzo para superar la sensibilidad natural. Jesús nos pide mucho más. Nos pide que le imitemos en su gesto de dar la vida por los hermanos. Que cada vez que celebremos la Eucaristía sepamos superar los límites del rito para entender la dimensión real de la obra salvadora de Jesús y aprendamos a acoger en todo su valor a todos los hermanos, a toda la humanidad por la que Jesús se ha entregado.