“Decid a los cobardes de corazón:
«Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en
persona, resarcirá y os salvará”. Para nosotros, cristianos, la Biblia, la
Sagrada Escritura, es un libro que contiene una enorme colección de mensajes
que Dios ha ido enviando sin cesar a su pueblo para infundirle esperanza, para
ayudarle a superar los momentos difíciles que la vida depara de vez en cuando.
El texto que hemos escuchado hoy como primera lectura intentaba levantar el ánimo del pueblo en un
momento especialmente difícil, y el profeta, para hacer entender la voluntad
salvadora de Dios, no dudó en describir que esta acción anunciada llegaría hasta
el extremo de despegar los ojos del ciego, de abrir los oídos del sordo, que
haría saltar como un ciervo al cojo, y cantar la lengua del mudo. Es desde la perspectiva de este mensaje de esperanza, siempre actual y
válido, de que el amor de Dios siempre está bien dispuesto en favor de la
humanidad, que hoy hemos de leer e interpretar el relato que Marcos propone de
la curación del sordomudo.
El evangelio ha recordado que, durante sus correrías por tierras
palestinas, presentaron a Jesús a un hombre sordo, que apenas podía hablar,
para que le impusiera las manos, es decir para que invocara sobre él la
bendición de Dios. Es importante entender que Jesús no ha venido al mundo para
ser el curandero de turno que resuelve todos los problemas que afligen a las
personas que se cruzan en su camino y, que cuando el evangelista recuerda a
aquel sordomudo concreto, de hecho está evocando a tantos millones de personas
que han vivido, viven y vivirán sordos a la palabra de Dios, que son incapaces
de relacionarse con los hermanos, que viven encerrados en sí mismos, sin poder
establecer un diálogo esclarecedor que pueda facilitar la paz y la concordia.
Jesús se dio cuenta inmediatamente de la gravedad de la situación de
aquella persona, que vivía marginada por el hecho de no poder oír ni poder
hacerse entender por los que le rodeaban, y se la toma muy en serio. Jesús, para
hacer entender a aquel hombre sus buenas intenciones, aunque pueda sorprender a
nuestra sensibilidad actual, no duda en tocar sus oídos y su lengua. Después, en
una forma sencilla de plegaria, mirando al cielo suspiró y dijo en su lengua
materna. “Ábrete”, restituyéndole así las facultades de oir y hablar
correctamente.
Con este gesto Jesús quiere indicarnos que el Hijo de Dios, hecho hombre,
ha asumido todas las debilidades de la humanidad para ofrecer también a todos
la fuerza para superar tales límites. Jesús quiere dar a los hombres la
capacidad de escuchar la Palabra de Dios y de proclamar sus alabanzas, y así
recibir la salvación que el Padre ofrece a todos, hombres y mujeres de todos
los tiempos y lugares. Pero el gesto de Jesús no pasó desapercibido, y la gente
que presenció la escena prorrumpió con un clamor: “Todo lo ha hecho bien: hace
oír a los sordos y hablar a los mudos”. De alguna manera, la multitud entiende
que en la persona de Jesús encuentran su plenitud las promesas de salvación que
habían anunciado repetidamente los profetas, y con sus palabras de entusiasmo
muestran un comienzo de fe en Jesús, el Salvador.
En la medida en que creemos en Jesús también
nosotros hemos sido salvados. Pero la fe no puede quedar en gestos vacíos o
meras palabras. Hoy, en la segunda lectura, el apóstol Santiago urgía para que
traduzcamos nuestra fe en obras. Si creemos que Dios ha escogido a los pobres
del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los
que le aman, hemos de evitar los falsos criterios de la sociedad en que
vivimos, sin dejarnos guiar por el egoísmo, el poder, la fuerza, el dinero, el
prestigio, sino más bien, adoptando los criterios de Dios, evitando la acepción
de personas y poniéndonos al servicio de los desheredados, de los que sufren. Dios
quiera que nos abramos a la acción del Espíritu Santo para ajustar nuestros caminos
a los criterios de Dios, que nos han sido manifestados con toda claridad en la
persona de su hijo amado, Jesucristo nuestro Señor.