Lo
que la Iglesia
celebra en la fiesta de la
Transfiguración es la revelación de Jesús como Hijo de
Dios. Los apóstoles se dieron cuenta de que en Cristo “habita toda la
plenitud de la Divinidad ”.
En él se muestra la meta hacia la cual
avanzamos por la fe. Jesús se les muestra transfigurado antes de la Crucifixión , a fin de
que ellos sepan quién es el que sufrirá por ellos, y qué es lo que
Él, que es Dios, ha preparado para aquellos que le aman. Es decir, Jesús se
manifiesta ante sus discípulos como lo que Él es, como Hijo de Dios. Pero
también indica lo que somos nosotros para Él y a lo que estamos llamados.
Cuando
Pedro ve a Cristo transfigurado, resplandeciente como el sol, con sus
vestiduras blancas como la nieve, no está viendo simplemente a Cristo, sino
que, de alguna manera, se está viendo a sí mismo y a todos nosotros. Ve el
estado en el que nosotros viviremos por la eternidad.
Es un misterio el que nosotros vayamos a encontrarnos en la eternidad en cuerpo y alma. Y Cristo, con su verdadera humanidad, viene a darnos la explicación de este misterio. Él mismo se convierte en la garantía, y da certeza de que, nuestra persona humana, nuestro ser, nuestra identidad tal y como somos, no desaparece, no se acaba.
Está muy dentro del corazón del corazón humano el anhelo de felicidad, y de plenitud. Buscamos y hacemos muchas cosas para encontrarla y conseguirla, pero nunca la encontraremos si no es en Cristo, porque la felicidad esta unida a Él. Por eso
Este
pasaje del Evangelio nos está diciendo que la felicidad es tener a Cristo en el
en y con nosotros como el único que llena el alma, como el único que da sentido
a todas las obscuridades y sufrimientos, y eso es lo que hace exclamar a Pedro: “¡Qué bueno es estar aquí contigo!”. Porque
tener a Cristo como el único que potencia al máximo nuestra felicidad nos introduce en el reino de Dios cuya ley es
el amor, fuente de alegría y de paz.
Ojala que
contemplando a Cristo Transfigurado, nos demos cuenta verdaderamente de que ésa
es nuestra identidad, de que ahí está nuestra auténtica felicidad. Una
felicidad que vamos a ser capaces de tener sola y únicamente a través de la
comunión, de la comunión con Él y con los hermanos. Una felicidad que no va a
significar otra cosa sino la plenitud absoluta de Dios en cada uno y en todos,
en toda nuestra vida. Una felicidad a la que vamos a llegar a través de ese
estar con Cristo todos los días, muriendo con Él, resucitando con Él.
H.MJP