domingo, 16 de agosto de 2015

Domingo XX del Tiempo Ordinario (Ciclo B)


“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Estas afirmaciones de Jesús provocaron un  escándalo entre quienes escuchaban sus enseñanzas, pues no entra en la normalidad expresarse del modo como lo hizo Jesús, y así se explica que muchos de sus seguidores se apartaren, afirmando la dureza de tales palabras. Y sin embargo estas mismas palabras ofrecen el sentido y el contenido de la Eucaristía, el gesto ritual típico de quienes nos confesamos cristianos. Desde hace más de veinte siglos, los bautizados en Jesús se reúnen, sobre todo el domingo, para escuchar las Escrituras y participar en el convite de pan y vino que Jesús dejó a sus apóstoles la noche del jueves santo, poco antes de su Pasión.

            Pan y vino son alimentos que el hombre utiliza a diario, desde tiempo inmemorial, en cuanto fortalecen el cuerpo y alegran el corazón, y que puestos sobre la mesa crean alianzas y renuevan amistades. Si se puede decir que estos elementos son portadores de vida ya desde su dimensión material, es fácil comprender que Jesús los haya escogido como signo de la realidad de su vida y de su obra de salvación, que culminó con su muerte de cruz y su resurrección. Muriendo en la cruz venció a la muerte y ofreció vida abundante a todos los que creen en él. Y para que esta promesa no quedase en meras palabras, quiso dejar un gesto muy concreto que significase y realizase lo que prometía.

            Al realizar la vinculación entre carne y pan, sangre y vino, Jesús se ofrecía a si mismo como manjar y bebida para que los creyentes tuviesen vida y la tuviesen en abundancia. El pan que Jesús ofrece no es un pan cualquiera, ni el vino de la copa es un vino cualquiera. Son el cuerpo y la sangre de Jesús que él quiere ofrecer como alimento y que producen una vida que va más allá de la muerte física. Eucaristía y resurrección de los muertos son dos conceptos que pueden aparecer muy distantes, y sin embargo en buena teología forman un única realidad. Dios ha enviado a su Hijo Jesús para ofrecer a la humanidad tener parte en su vida cuando les llegue la hora de morir, y no por un tiempo más o menos largo sino para siempre. Y como prenda de esta promesa, tenemos el banquete eucarístico en el que participamos del pan y del vino que son cuerpo y sangre de Jesús y que operan en nosotros poco a poco esta preparación que culminará en nuestra resurrección. Toda el ansia de vida sin término que aletea en el corazón de todo mortal encontrará su satisfacción en la promesa divina, que la eucaristía anuncia e incoa día a día.

Hoy, la primera lectura nos ha recordado el banquete de pan y vino que la Sabiduría prepara para los inexpertos, es decir, los sencillos, los pobres, que acogen su invitación. La sabiduría, atributo divino y fuente de vida verdadera, ofrece un alimento que hace amigos de Dios, que aparta de la inexperiencia e introduce en el camino de la vida. Este pasaje del libro de los Proverbios contiene un esquema de la historia de la salvación. Dios ha preparado para los hombres un encuentro de vida sin término, expresado bajo la imagen de un banquete. A lo largo de la historia ha enviado a sus siervos, los profetas, para invitar a los hombres a entrar en comunión con él, y la imagen se convierte en realidad en Jesús. En la Eucaristía nos hace entrar en comunión de vida con él, en el pan y en el vino nos da su cuerpo y su sangre. Pero la Eucaristía no es más que un signo, un sacramento, una anticipación del verdadero y eterno banquete mesiánico, que tendrá lugar cuando Él volverá en su gloria.

            El apóstol Pablo insiste hoy en la segunda lectura: “Fijaos bien como andáis; no seáis insensatos, sino sensatos , aprovechando la ocasión: daos cuenta de lo que el Señor quiere”. Estas palabras invitan a una seria y responsable vigilancia entendida como sobriedad de vida, de una parte, y como compromiso para mejor emplear el tiempo presente, teniendo la vista fija en la vida eterna que se nos ha prometido y que nos espera indefectiblemente.


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