“Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén
celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva
de todos los santos”. Con estas palabras inicia en este día la plegaria
eucarística, para recordarnos a todas aquellas personas que, después de haber
superado las dificultades de la vida presente, participan ya en la gloriosa
liturgia del Reino, glorificando y dando gracias a Dios. Los que formamos la
comunidad itinerante de los creyentes nos esforzamos con esperanza a caminar
hacia esta realidad, que, en verdad, solamente una fe firme puede ayudarnos a
esperar. Sin duda sirve de ayuda y consuelo saber que algunos de los nuestros
ya han terminado con éxito su camino y gozan de la paz definitiva y que podemos
contar con ellos como amigos y modelos.
La liturgia de este día nos propone el
tema de la reunión de los justos en la montaña en la cual Dios ha establecido
el lugar santo de su presencia. El texto que se utiliza hoy como salmo
responsorial, el salmo 23, desarrolla este tema en un contexto procesional,
probablemente en relación con el Arca del Señor que se conservaba en el templo
de Jerusalén. La primera estrofa del salmo es un breve himno que canta el
dominio cósmico de Dios, autor y conservador de todo. El universo entero así
como todos los que lo habitan, son obra de Dios, el cual ha querido establecer
su morada en la montaña que se alza en medio de Israel, y hacia la cual los
hijos de Jacob se dirigen para rendirle culto. Pero este lugar santo permanece
abierto no sólo para los hijos de Israel, sino también para todos los hombres.
Para subir a esta montaña sin embargo es necesario observar determinadas
condiciones: tener las manos inocentes y el corazón puro. En otras palabras,
para participar en el culto, temporal o definitivo, de Dios, es necesario que
la vida de cada día esté inspirada por los mandamientos que el mismo Dios
indicó en el momento de establecer su Alianza con los hombres. A quien se
comporta de este modo le corresponde tener parte en la bendición divina,
convirtiéndose en la generación que busca al Señor, es decir que desea
encontrarse ante su presencia en su santuario, para participar en el culto que
allí se celebra. Lo que era una realidad para los peregrinas de Israel que se
acercaban al templo de Sion, lo es para todos los que desean participar de la
intimidad de Dios en la morada definitiva de la nueva Jerusalén.
En la primera lectura, san Juan contaba
una visión que tuvo: los elegidos, tanto los que vienen del pueblo de Israel y
que habían sido marcados, como las muchedumbres que vienen de toda nación,
raza, pueblo y lengua, con vestidos de fiesta, cantan las alabanzas de Dios
salvador que les ha hecho superar el pecado y la muerte, para gozar de la vida
eterna. El simbolismo de estas imágenes, ricas de contenido, ofrecen dos
aspectos que conviene subrayar: la reunión de todos los hombres en una única
comunidad festiva, que proclama, alabando y dando gracias por la realidad de la
propia salvación, y la parte que corresponde a Dios que ha querido y hecho
posible este encuentro de salvación.
Esta comunión de los elegidos con Dios,
que se manifestará plenamente al fin de los tiempos, tiene como fundamento el
hecho que el amor de Dios nos ha concedido poder ser sus hijos. Esta realidad
aún no se ha manifestado plenamente, dado que la experiencia cotidiana enseña
cómo queda escondida en la ambiguedad y las contradicciones del vivir humano.
En la medida en que el cristiano vive en la esperanza de la manifestación
final, el tiempo presente es una invitación a purificar nuestra relación con
Dios, es decir hemos de actuar las condiciones puestas por Dios para que el
Reino pueda ser un hecho, no solamente personalmente sino también
comunitariamente.
El empeño activo y concreto que la
esperanza cristiana propone a los creyentes en vista del encuentro final con Dios
encuentra una formulación concreta en las bienaventuranzas que el evangelio propone.
El quehacer que se espera de los creyentes es precedido del anuncio de la
felicidad que Dios mismo ha destinado para sus hijos. La palabra de Jesús no
invita a una evasión espiritual sino a vivir, en la lógica del misterio
pascual, los conflictos y las miserias de la vida cotidiana.