“No tengáis miedo”. Tres veces repite
Jesús en el evangelio de hoy esta recomendación. En la vida, más o menos, todos
tenemos miedo; todos conocemos aquel rincón de nuestro interior en el que se
hallan relegados ciertos fantasmas que incuten temor, que amenazan de algún
modo nuestra serenidad. Podemos tener miedo de las dificultades de la vida, de
no ser amados, de no ser apreciados, de ser explotados o tratados sin respeto,
de lo que puede decir la gente, de nuestros propios límites, de los fracasos
que quizá hemos sufrido, de las desilusiones que hemos podido experimentar.
Sobre todo puede causar miedo la realidad de la muerte, de la que ha hablado la
segunda lectura y con la que un día tendremos que enfrentarnos. Tener miedo en
la vida es una experiencia que paraliza, que ahoga, que puede llevar a la
desesperación. Si tenemos miedo, si el temor nos oprime, puede decirse
vivimos a medias, sin entusiasmo, casi arrastrándonos. Pero Jesús nos dice y
nos repite: “No tengáis miedo”. Y lo dice porque nos ama y porque quiere que
vivamos en la alegría y la paz, no en el temor y la zozobra. Jesús no puede
ofrecernos la solución de todos los problemas, pero nos ofrece la posibilidad
de superar el miedo, de recuperar la confianza, para vivir nuestra existencia
con energía y decisión, confiando, no en nosotros mismos, sino en Aquel que
nos ha llamado y que nos ama de verdad.
Para
convencernos a no tener miedo, Jesús propone dos breves imágenes a nuestra
consideración. En primer lugar recuerda que dos gorriones pueden ser vendidos
por pocas monedas, pero ninguno de ellos caerá al suelo sin que lo disponga el
Padre que está en los cielos. De ahí saca la conclusión: “No hay comparación
entre vosotros y los gorriones”, es decir, no puede pasarnos nada que escape
del amor que Dios nos tiene. Como si no bastase nos asegura que tenemos
contados los cabellos de la cabeza, sean pocos o muchos. Jesús quiere
convencernos que somos algo precioso para Dios, que nada de nuestra vida se
escapa de su providencia. Por esto no hemos de temer nada, hemos de desechar
cualquier temor. Hemos de sentirnos en seguros en manos de Dios como el recien
nacido en brazos de su madre.
Y
en cuanto a la muerte, que reina e impera en el mundo, y ante la cual nadie
escapa de pagar su tributo, en la segunda lectura se nos ha recordado que, gracias
a un solo hombre, Jesús, la benevolencia y el don de Dios se han desbordado
sobre nosotros, de tal manera que la muerte deja de ser término para
convertirse en Pascua, en paso a una nueva vida con Dios que no conoce límite.
Esta es nuestra fe, este es el mensaje que nos propone hoy Dios. Si lo
aceptamos, si creemos en verdad en el amor que Dios nos tiene, podremos
enfrentarnos con la vida y sus dificultades.
Porque
en la vida no todo es fácil. La primera lectura evoca el drama personal del
profeta Jeremías: la fidelidad a la misión que Dios le había confiado lo
hacía vivir en el temor y el miedo: todos, incluso los que antes eran sus
amigos, se le ponían en contra y buscaban el modo de destruirlo. Pero el
profeta no se rinde ante el miedo, no se deja vencer. Proclama con entereza que
Dios está a su lado, que no le dejará. Esta confianza le da fuerza para
continuar luchando, superando cualquier tipo de oposición con las sequelas de
temor o de miedo que puedan entrañar.
En
el evangelio, Jesús, preparando a los apóstoles para la obra de evangelización
que les esperaba, les anuncia las dificultades que iban a encontrar. Con un
sano realismo, Jesús no esconde a sus discípulos que la misión que se les
encomienda encontrará oposición, pues la palabra de Dios, en la medida que
desbarata las estructuras que el hombre puede haberse construído, suscita
oposición. Como Jeremías, los apóstoles se enfrentarán con persecución, con los
que pueden matar el cuerpo. La condición del discípulo no puede ser diferente
de la del Maestro: se le podrá pedir el sacrificio de su vida. No es la vida
del cuerpo el auténtico valor que han de defender los discípulos de Jesús sino
la vida que tiene como fundamento Dios y su voluntad. Jesús nos pide ponernos
de su parte, sin temer las amenazas de los hombres, confiando en el poder de
Dios, en cuya mano está la vida y la muerte. En cambio nos promete que él se
pondrá de nuestra parte en el momento justo. No dudemos en fiarnos de Jesús, poniéndonos
en sus manos.