sábado, 30 de mayo de 2015

JUNIO 2015 - MES DEDICADO AL CORAZÓN DE JESÚS.



Hoy, para rondar la puerta de vuestro santo costado,
Señor, un alma ha llegado de amores de un muerto muerta.
Asomad el corazón, Cristo, a esa dulce ventana,
Oiréis de mi voz humana una divina canción.

Muerto estáis, por eso os pido el corazón descubierto
Para perdonar despierto, para castigar dormido.

Si decís que está velando cuando vos estáis durmiendo,
¿Quién duda que estáis oyendo a quien os canta llorando?
Y, aunque él se duerma, Señor, el amor vive despierto;
Que no es el amor al muerto, ¡vos sois el muerto de amor!
Que, si la lanza, mi Dios, el corazón pudo herir,
No pudo el amor morir, que es tan vida como vos.

Anduve de puerta en puerta cuando a vos no me atreví;
Pero en ninguna pedí que la hallase tan abierta.

Pues, como abierto os he visto, a Dios quise entrar por vos:
Que nadie se atreve a Dios sin poner delante a Cristo.

Y aún éste, lleno de heridas, porque sienta 
el Padre eterno que os cuestan,
Cordero tierno, tanta sangre nuestras vidas.
Gloria al Padre omnipotente, gloria al Hijo Redentor,
Gloria al Espíritu Santo: tres personas, sólo un Dios. Amén.


viernes, 1 de mayo de 2015

MES DE MAYO, MES DEDICADO LA VIRGEN MARÍA





FLORES A MARÍA 

Venid y vamos todos con flores a porfía, 
con flores a María, que Madre nuestra es 
con flores a María, que Madre nuestra es. 

De nuevo aquí nos tienes, purísima doncella, 
más que la luna, bella, postrados a tus pies. 

Venimos a ofrecerte las flores de este suelo, 
con cuánto amor y anhelo, Señora, tú lo ves. 

Por ellas te rogamos, si cándidas te placen, 
las que en la gloria nacen, en cambio, tú nos des.





miércoles, 1 de abril de 2015

JUEVES SANTO (ciclo B)

    

         Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Con estas palabras de s. Juan entramos de lleno en la celebración de la Pascua.

La primera lectura recuerda hoy el sentido original de la Pascua hebrea, un rito antiquísimo, nacido entre pastores nómadas y recogido después por Moisés como signo de la intervención de Dios en la historia de su pueblo para liberarlo del yugo egipcio e iniciarle en el camino de la libertad. Israel, desde aquel momento, renueva cada año el antiguo rito para proclamar que Dios está cerca de su pueblo, siempre dispuesto a salvarlo. Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, sentado en la mesa con sus discípulos, repitió aquel rito pascual dándole un nuevo significado. Dado que el pueblo continua necesitado de liberación, Dios se dispone a intervenir de nuevo; pero ahora no será la sangre de un cordero el signo que protegerá al pueblo sino la sangre del Hijo del hombre que será inmolado en la cruz.

          San Pablo, en la segunda lectura, siguiendo a los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, ha presentado la versión cristiana del rito pascual: el pan y el vino son signos del cuerpo y de la sangre de Jesús, que anuncian y hacen presente la salvación que Dios ofrece, hasta el momento en que participaremos con Jesús en la gloria del Padre y la salvación será realidad para cada uno de nosotros.

          Pero el evangelio de san Juan no habla directamente de este rito pascual cristiano. El evangelista, dando por conocido el misterio que encierra el gesto ritual que distingue a los cristianos, quiere inculcar la dimensión real del rito que Jesús dejó a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de aquel que es Señor y Maestro. Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el manto y se puso a lavar los pies a los discípulos. El gesto de Jesús de lavar los pies de los discípulos recuerda lo que Dios ha querido hacer para la humanidad: El Hijo de Dios ha venido hasta nosotros para servirnos, no para ser servido, ha venido para asumir nuestras miserias, para participar en verdad de nuestra vida humana; ha amado tanto al hombre pecador, que se ha puesto a su servicio, ha dado la vida por él, hasta morir clavado en la cruz. El gesto de Jesús es humildad, ciertamente, pero sobre todo es amor.


           San Juan, al substituir, en la narración de la última cena, la institución de la eucaristía por el lavatorio de los pies, quiere indicarnos la exigencia que comporta reunirnos para participar del sacramento del cuerpo y de la sangre de jesús. En efecto, de poco puede servirnos asistir a la misa, participar en los cantos, escuchar las lecturas, sumir el pan consagrado, si, al salir de la celebración, seguimos pretendiendo ser el centro del universo, imponiendo a los demás nuestro punto de vista o nuestro capricho, si tratamos de continuar medrando en bienes temporales aprovechándonos de la debilidad o de la candidez de los demás, si usamos a los demás como objeto para saciar nuestras pasiones, si no nos damos cuenta que los bienes que la vida a puesto a nuestra disposición han de ser administrados para el bien común y no sólo para nuestro provecho, si nos desentendemos de las obligaciones sociales y políticas, para permanecer en una cómoda tranquilidad.

          “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Con estas palabras, Jesús no nos invita simplemente a repetir el gesto material de lavarnos los pies unos a otros; ésto sería relativamente fácil, aunque quizá para el hombre moderno pueda entrañar un cierto esfuerzo para superar la sensibilidad natural. Jesús nos pide mucho más. Nos pide que le imitemos en su gesto de dar la vida por los hermanos. Que cada vez que celebremos la Eucaristía sepamos superar los límites del rito para entender la dimensión real de la obra salvadora de Jesús y aprendamos a acoger en todo su valor a todos los hermanos, a toda la humanidad por la que Jesús se ha entregado.





  

sábado, 28 de marzo de 2015

Domingo de Ramos (Ciclo B)

LOS NIÑOS HEBREOS, LLEVANDO RAMOS DE
 OLIVO, SALIERON AL ENCUENTRO DEL SEÑOR
ACLAMANDO, ¡HOSANNA EN EL CIELO!
       “Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por esto Dios lo levantó sobre todo”. Estas palabras de la carta de san Pablo a los Filipenses resumen el contenido de la celebración del domingo de Ramos y de toda la Semana Santa, la semana que los cristianos dedicamos a recordar el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. La liturgia de este día engloba las dos faceta fundamentales del misterio pascual, como son muerte y vida, humillación y triunfo. 

Hoy, la liturgia, con la bendición de los ramos, nos hace recordar la entrada triunfal en Jerusalén de aquél que es llamado rey de Israel, pero que de hecho es el Siervo destinado a dar su vida, para recobrarla para sí y para todos. Aquel episodio, exteriormente jubiloso y alegre para la multitud de los que aclamaban a Jesús como rey de Israel, como el que venía en nombre del Señor, de hecho para el mismo Jesús estaba cargado de tristes presentimientos, pues era consciente de la oposición de los que no aceptaban su mensaje, y que, en consecuencia no cejarían hasta quitarlo de en medio, condenándolo a muerte. En la procesión se nos ha invitado a cantar saludando a Cristo como rey, anticipando en cierto modo la gloria de la Pascua, pero sabiendo que, una vez entrados en la nave de la Iglesia, nos encontraríamos con el relato de la Pasión.

La procesión del domingo de Ramos conviene entenderla como un signo. Somos cristianos y hemos de avanzar por la vida confesando a Jesús con el clamor de nuestros labios, con entusiasmo y alegría, para fortalecer nuestro espíritu, preparándonos así para cuando llegue el momento, en verdad ineludible, en que se nos pedirá abrazarnos con la cruz, con el dolor y el sufrimiento, con la misma muerte, no nos hagamos atrás. No estaremos solos en aquel momento. Jesús está dispuesto a repetir su Pasión con cada uno de los hombre y mujeres que están sobre la tierra, y lo estará cuando nos llegue aquel momento.

El relato de la Pasión según san Marcos que hoy se proclama permite seguir paso a paso la consumación de la vida de Jesús. El recuerdo de la Pasión, actualizado por la lectura litúrgica, es un grito que proclama la crueldad y la injusticia infligidas a Jesús, un hombre que se hizo cercano al pueblo pobre y humilde, para defender sus derechos, para ofrecerle la salvación. Recordamos los particulares de la Pasión para estimularnos en la fidelidad en el quehacer cotidiano, de modo que lo que creemos tenga consecuencias en la vida. Un día Jesús pronunció unas palabras que no todos toman en serio: “Os aseguro que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Esta afirmación permite concluir que el mismo Jesús que padeció, fue crucificado y murió en Jerusalén hace más de dos mil años, después de aquel momento no ha dejado de sufrir y morir de alguna manera en la persona de todos los hombres y mujeres que han sido, son y serán víctimas del odio, de la violencia, de la injusticia, del terror.

¿De que no sirve enternecer nuestro corazón recordando los sufrimientos de Jesús, si, encerrados en nuestro egoísmo, dejamos que muchos hermanos nuestros vivan en su carne la misma Pasión de Cristo? Lo que hacéis, lo que permitís que se haga a uno de mis hermanos, me lo hacéis a mí. No nos hagamos sordos a esta indicación que nos hace cada día el mismo Jesús. Pero debería sensibilizarnos ante la continuación de esta Pasión en tantos lugares de nuestro planeta. Es cierto que no depende de cada uno de nosotros resolver los problemas puntuales, pues la decisión final corresponde a los que detentan el poder en los diversos países, pero no podemos desentendernos del todo e ignorar lo que pasa, y manifestar nuestra opinión sobre la situación.

Si queremos vivir realmente el misterio de la Pasión de Jesús, acerquémonos a quien sufre, a quien está sólo y abandonado, tratemos de hacernos próximos de quienes son víctimas de alguna manera del mal que opera en el mundo, mal que, con nuestro egoísmo, de alguna manera favorecemos. Que la consideración de los sufrimientos de Jesús nos hagan superar nuestro egoísmo, nos hagan más sensibles al dolor, a la dificultad de nuestro prójimo, sea quien sea, y nos disponga a una plena y fecunda celebración de la Pascua de Jesús.

sábado, 21 de marzo de 2015

DOMINGO V DE CUARESMA (Ciclo B)



         Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto. Estas palabras del evangelio de san Juan nos permiten penetrar de alguna manera en los sentimientos que embargaban el ánimo de Jesús en los últimos días de su existencia sobre la tierra. Quizás sorprenda que hable de dolor, sufrimiento o muerte, pero estas realidades son el pan de cada día de los humanos, se encuentran, en hospitales, cárceles y campos de concentración, así como en todos los lugares dónde el hombre explota a su semejante sin misericordia. La vida conlleva dolor, sufrimiento y muerte y cuesta aceptarlo y mucho más comprenderlo, porque hemos nacido para la vida y en nosotros surge imperioso el deseo de la felicidad y del bienestar. Sólo desde la perspectiva de la fe es posible comprender y aceptar este misterio de dolor, sufrimiento y muerte. 

       Hoy Jesús intenta explicarnos este aspecto duro e insondable de la existencia, con el simil del grano de trigo que aparentemente muere y se descompone, pero que se convierte en principio de vida, y que alude claramente a su propia experiencia, y así pasa a hablar de la próxima glorificación del Hijo del hombre, es decir de sí mismo. Con esto no elude el tema iniciado, sino que profundiza en él conduciendo a sus interlocutores al significado real de los acontecimientos que vivirá en la Pascua. Para llegar al triunfo de la Resurrección necesariamente ha de pasar por la prueba de la muerte. Jesús no asume su propia muerte con actitud negativa o trágica, sino que la contempla desde la gloria de la Pascua. Por eso no duda en proclamar: Cuando yo seré elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. La muerte que le espera en la cruz será victoria para él y para todos los que creerán en él.

Pero a pesar de esta visión optimista que Jesús tiene de su propia muerte, el evangelista Juan no esconde el aspecto humano de Jesús, sensible a la realidad del dolor y del sufrimiento. Las palabras que pone en sus labios, dejan entrever la angustia que embargaba su espíritu: “Ahora mi alma está agitada, y, ¿qué diré?: Padre líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. Se deja sentir en toda su fuerza la angustia que atenazaba a Jesús ante el sufrimiento que le esperaba. Vemos a Jesús sumido en una angustia atroz que le desgarra, al darse cuenta de lo que le espera. Pero al mismo tiempo, su amor al Padre le hace fiel a la plegaria, para poder ser dócil en el cumplimiento de la voluntad de aquel que le ha envíado.

En este mismo sentido han ser entendidas las palabras de la carta a los Hebreos que hoy nos han sido recordadas. Hablan de Jesús orando a gritos y con lágrimas, presentando oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte. Y se nos dice que Dios le escuchó ciertamente, pero no no le ahorró la muerte, pues para eso había venido, sino dándole la posibilidad de superarla con la resurrección gloriosa. El autor de la carta se complace en insistir que aprendió, sufriendo, a obedecer. Jesús no desmayó ni se hizo atrás, aguantó hasta la consumación: por eso es autor de salvación eterna para todo el que cree en él. Como hombre, tal como haríamos nosotros, sintió la tentación de huir, de escapar al llegar la hora de la prueba. Pero es consciente que esta hora es la misma razón de su existencia como hombre, es el camino obligado para redimir al hombre, salvarlo del pecado y de la muerte. Estas palabras del evangelio de san Juan corresponden a lo que los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas refieran acerca de la oración y la agonía en el Huerto de los Olivos la noche del jueves santo.
     El dolor, el sufrimiento y la muerte sólo podemos asumirlos desde la perspectiva de la fe en Jesús. Por eso hoy el evangelio concluye diciendo: “El que quiera servirme, que me siga. El que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna y estará dónde estaré yo”. San Juan recordaba que algunos no judíos,  venidos a Jerusalén para celebrar la fiesta de Pascua, deseaban ver a Jesús. Ojalá que nosotros tengamos también el deseo de ver y conocer mejor al Jesús, en quien creemos y que es el fundamento de nuestra esperanza, y nos esforcemos en vivir en comunión con sus padecimientos, hasta hacernos semejantes a él en su muerte y en su resurrección.

sábado, 28 de febrero de 2015

Domingo II de Cuaresma (ciclo B)

Señor Jesús: transfigúranos también a
nosotros en nuevas creaturas,
totalmente agradables al Padre Dios.
            Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Es fácil de entender la reacción de Pedro ante la visión que se ofrecía a sus ojos: Jesús, el maestro amado, aparecía envuelto de esplendor, asistido por Moisés y Elías, que eran lo mejor de Israel, la ley dada por Dios, y el testimonio vivo y eficaz de los profetas. Pedro desea perpetuar esta visión, pero como Marcos no duda en afirmarlo, no sabía lo que decía. Es fácil criticar a Pedro por su ligereza, pero todos nosotros a menudo imitamos al apóstol cuando queremos perpetuar momentos bellos de nuestra existencia, olvidando que estamos de paso y que no se dejan huellas en el aire o en el agua. Pedro necesitará escuchar la voz del Padre para volver a la realidad y comprender que lo único estable es Jesús, el Hijo de Dios, al que hay que escuchar y seguir, incluso cuando sube al Calvario, única posibilidad para llegar a la realidad de la Pascua, insinuada en la escena de la Transfiguración. Esta afirmación puede sonar demasiado dura, pero se impone hacer un esfuerzo para entender lo que Dios quiere realmente inculcarnos, que no intenta llevarnos por caminos insólitos o incluso desequilibrados, sino llevarnos a participar de su vida y de su gloria.

          San Pablo en la segunda lectura, hace hoy una afirmación, que, por lo menos podemos calificar de desconcertante: Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Sin duda alguna cuesta aceptar la idea de un Dios, que por definición debería ser bueno y que, en cambio, exija nada menos que la muerte de su Hijo. No podemos quedarnos con una formulación semejante que de tan simplista llega a ser monstruosa. La afirmación de Pablo hemos de entenderla en el conjunto de toda la revelación. Dios, apiadado de la miseria de la humanidad, que por su pecado se había hecho merecedora de la muerte, no duda en enviar a su Hijo, para que asuma toda la realidad humana, incluso la enfermedad y la muerte, y así abrir la puerta de la salvación total. El acento ha de ponerse en el amor que Dios siente por nosotros, como lo expresa san Juan cuando afirma: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que tengan vida eterna.

          Es desde esta perspectiva que conviene interpretar el fragmento del libro del Génesis. El autor hablaba de Abrahán, un hombre que, dejando patria, familia y amigos, se lanzó a peregrinar por el mundo, siguiendo la voz de Dios que le prometía tierras, bienes y gran descendencia. Y cuando empezaba a palpar estas promesas al estrechar entre sus brazos a Isaac, al hijo amado, le pareció oír una voz de Dios que pedía nada menos que el sacrificio de Isaac. El texto hace sentir el drama de aquel hombre, herido en su propia carne, desgarrado en su misma fe. Él, que un día había renunciado a su pasado, ahora parece ser invitado a sacrificar incluso su futuro. Pero Abrahán no duda, su fe es más fuerte que sus sentimientos de padre: creyendo y esperando contra toda esperanza, sabiendo que Dios no puede ser infiel a sus promesas y que puede devolver a la vida incluso los que han muerto, no se echa atrás. La finalidad original de esta narración, que suscita sin duda una fuerte perplejidad, es un intento de apartar a los hombres de la atrocidad de los sacrificios humanos entonces habituales, en una época subdesarrollada desde el punto de vista religioso. El episodio termina contando cómo, en lugar del Isaac, es sacrificado un cordero, mientras brillan en todo su esplendor la fe y la obediencia de Abrahán hacia su Dios, y se anuncia que Isaac será padre de una multitud de pueblos.


          Dios no quiso aceptar el sacrificio de Isaac, el hijo predilecto de Abrahán, contentándose de la ofrenda de la fe y obediencia del patriarca, simbolizada en un cordero. En cambio, no dudó en dejar a Jesús, su propio Hijo amado, su predilecto en quien tiene puestas todas sus complacencias, en manos de los hombres que, en su ceguera espiritual, no dudarán en hacerle gustar la muerte. Pero Dios intervendrá y en la Pascua le hará resucitar, para constituirlo Señor y Mesías. El misterio de la Pascua es principio de la vida y de salvación, para todo el que cree, pero, a pesar de todo, continua siendo para muchos escándalo y motivo de irrisión y de desprecio. Como Abrahán, como Pedro conviene entrar en las perspectivas de Dios y creer sin dudar en su palabra de vida.
P. Jorge 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

LA PALABRA ERA DIOS

     
Nos ha nacido un Niño un Hijo se nos dio,
la tierra se ilumina de un nuevo resplandor.

         En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. En el evangelio de la misa de esta noche, san Lucas se entretenía en describir los particulares que rodearon el natividad del Hijo de María, pero en la misa del día, el evangelista Juan invita a contemplar la realidad de la grandeza del Dios de los padres, ante el cual los patriarcas y profetas se inclinaban llenos de temor, para decirnos que este Dios, en su amor por los hombres pronunció una Palabra, una Palabra que es vida y que la comunica con generosidad, que es luz que brilla en las tinieblas, que ha llamado a la existencia el universo entero, que ha escogido a los hombres para fijar entre ellos su residencia. Y esta Palabra, dice Juan, se hizo carne y acampó, o si se quiere, más textualmente, plantó su tienda entre nosotros. Este es el mensaje gozoso que la Navidad nos comunica: La Palabra de Dios, por la cual todo existe, todo es vida y luz, ha querido hacerse pequeña de alguna manera, adquirir la dimensión humana y convivir con los hombres como un hombre más.
Este es el mensaje gozoso, la buena nueva, el pregón de victoria de que habla el profeta en la primera lectura y que supone el resurgir de la ciudad santa de Jerusalén que por el pecado había sido arruinada. Pero este renacer reclama colaboración. En evangelio de la noche recordaba a los pastores que, después de oir el mensaje angélico, se pusieron en camino hasta postrarse ante el niño recien nacido. Juan, en cambio, habla de la dramática historia del encuentro entre la Palabra que viene al encuentro de los hombres y la actitud de éstos. La Palabra era luz que brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron. La Palabra era vida, el mismo mundo fue hecho por la Palabra, pero el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron.

Pero no podemos dejarnos desanimar por esta constatación. No todos han adoptado esta actitud negativa. A cuantos la recibieron les ha dado el poder ser hijos de Dios en la medida en que creen. He aquí el mensaje que acompaña al anuncio de la venida de la Palabra: Hay que creer, hay que abrirse, para que la Palabra pueda desplegar en nosotros toda su potencia y llevar a cabo su obra de salvación. Hoy la liturgia nos recuerda el hecho de la creación del hombre, a imagen y semejanza de Dios, pero esta obra magnífica, expresión del amor de Dios por los hombres, se vió alterada por el pecado del hombre. Pero Dios no ceja: y  Dios ha restablecido la dignidad del hombre por Jesús al hacerlo hijo de Dios y heredero del cielo.

El hecho de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre nos ayuda a comprender otro aspecto importante: el valor que el hombre tiene para Dios. El hombre, cualquier hombre, entra en los planes de salvación de Dios. No en vano Jesús dirá con tono solemne: lo que hacéis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mi. Precisamente por eso, no podemos reducir la celebración de la Navidad a dar una mirada retrospectiva de la historia de salvación y a cantar el amor de Dios para con los hombres que, en un momento preciso lo ha llevado a nacer de María. Una auténtica celebración de la Navidad lleva consigo el plantearse cómo recibimos a Jesús. Ciertamente no se trata de saber como se recibiría a Jesús si se presentase a nosotros tal como lo conocieron sus contemporáneos. Hemos de esforzarnos a recibir a Jesús en todos y cada uno de los hermanos que tenemos a nuestro lado. Que el Dios hecho hombre nos ayude a descubrir el valor de todos y cada uno de nuestros hermanos, por quienes Jesús se entregó hasta el final. 



sábado, 20 de diciembre de 2014

DOMINGO IV DE ADVIENTO


         “Se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Cada vez que confesamos nuestra fe recitando el Credo, afirmamos  que Dios quiso hacerse hombre, participando de nuestra existencia, para ayudarnos a dar sentido a la vida que pasa y asegurarnos que, incluso después de la muerte, la vida no termina. Por esta razón, en la medida en que creemos, preocupa constatar que muchos están aprendiendo a prescindir de Dios. Y al decir que pasan de Dios quiere decir que lo ven todo y lo organizan todo de tejas para abajo, sin ninguna referencia a un nivel espiritual. Esta realidad debería conducirnos a ser más concientes de nuestra fe, para traducir en nuestra vida la fe que proclamamos de que Dios se hizo hombre, como recuerdan las lecturas que la liturgia  propone en este domingo.

La primera lectura recordaba la historia del rey David. Este monarca, después de haber vencido a sus enemigos, reunificado a su pueblo y establecido su capital en la ciudad de Jerusalén, deseó construir un templo para el Señor, su Dios. Construir sólidos edificios a la divinidad, era para los monarcas de aquel tiempo, un modo de asegurar la ayuda del cielo para fortalecer su poderío y tener, de alguna manera, a Dios a su alcance. Pero el Dios de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, porque está presente en todo lugar, en el cielo y en la tierra. Dios no puede aceptar iniciativas humanas que tiendan a dominarlo. Las palabras del profeta Natán a David contienen un mensaje válido también para nosotros. No interesa  construir estructuras o ideologías, sean religiosas o socio-políticas, sino trabajar para construi una casa, una familia, un pueblo de hombres  y mujeres libres que vivan en la justicia, en el derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una dinastía perpetua.

La historia, al hundirse el estado fundado por David, se encargó de demostrar que aquella promesa no se refería a una descendencia carnal. La reflexión del pueblo de Israel, primero, y de los cristianos, después, llevó a ver en esta promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesus de Nazaret, a quien confesamos Señor y Rey, que el apóstol Pablo, en la segunda lectura ha definido revelación del misterio mantenido secreto durante siglos eternos y manifestado ahora para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe.

Pero Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad para que colabore libremente a su vocación. El evangelio que leemos hoy, al recordar el anuncio del ángel a María, ha recordado el momento en que Dios pedía a la humanidad, representada de alguna manera por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la realidad de la salvación, que, a decir verdad, aún no ha mostrado toda su dimensión. María, con la concepción del Verbo hecho carne, llega a ser casa de Dios. María es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, verdadera casa de Dios, en espera de la casa definitiva, que será la Jerusalén del cielo, en la que todos los salvados vivirán en comunión definitiva con el mismo Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra, día tras día.

Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María al Señor que viene, de tal manera que la celebración de la Navidad, a la luz de la revelación cristiana, nos haga sentirnos de verdad casa de Dios, familia de Dios, que nos haga sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los humanos, que son en definitiva nuestros hermanos. Que la realidad del misterio de la Navidad nos haga más sensibles, y nos permita romper las murallas que nos encierran en el egoísmo y nos impiden ver y amar en el hermano a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

sábado, 6 de diciembre de 2014

FIESTA DE LA INMACULADA

Oh Dios, que por la
 Concepción Inmaculada 
de la Virgen María 
preparaste a tu Hijo 
una digna morada, 
y en previsión de la muerte
 de tu Hijo la preservaste 
de todo pecado, concédenos, 
por su intercesión, 
llegar a ti limpios de todas
 nuestras culpas.


          Dijo Dios a la serpiente: Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza. El relato del Génesis que se lee hoy evoca la situación del hombre que, al desobedecer a Dios, quedó  sometido al combate constante entre el bien y el mal. Sin embargo la tradición cristiana ha sabido descubrir en esta página sombría un signo de esperanza en el sentido de que la victoria final será para el género humano. En efecto, la estirpe de la mujer vencerá al maligno, cuando Dios, hecho hombre en el seno de María, se convertirá en salvación para toda la humanidad. El nombre de "madre de todos los hombres" con el que Adán saluda a Eva, encontrará su total realización en María, cuya maternidad será extendida, al pie de la cruz y por voluntad de Jesús crucificado, a todos los hijos de Dios.

         El designio de salvación dispuesto por Dios ha sido recordado por San Pablo en la segunda lectura, al afirmar que Él ha bendecido en Jesús a toda la humanidad para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor, para alabanza de su gloria. Este magnífico plan preparado por Dios tuvo su inicio en la persona de María, elegida y predestinada por Dios para ser la Madre de su Hijo en el momento de la Encarnación. El privilegio de la Concepción Inmaculada de María no aleja a la humilde Virgen de Nazaret del resto del pueblo de Dios, sino que hace de ella la primera criatura que recibe el don gratuito de la bendición divina en toda su plenitud, obtenida por el sacrificio de Jesús para todo el género humano.

         La lectura del Evangelio recuerda el anuncio del Ángel a María. Es uno de los textos bíblicos que más ha servido a la reflexión cristiana para profundizar el misterio de María, y en particular, su Concepción Inmaculada. San Lucas, al narrar el anuncio del Ángel a María, con sus palabras escogidas con precisión, evoca un contexto de referencias bíblicas que abren horizontes vastísimos, y colocan el "fiat", el sí de la Virgen en el centro de la historia de la salvación. «Alégrate, llena de gracia, -dice el Ángel -, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres... No temas, has encontrado gracia ante Dios».

         Las palabras del Ángel, colocadas en el contexto de toda la Escritura bíblico,  hacen comprender que los anuncios proféticos relativos al pueblo escogido, no han de aplicarse a un pueblo concreto en la historia sino al resto fiel del pueblo, sobre el cual Dios ha mantenido su misericordia, y entre este resto fiel han de entenderse sobre todo como relativas a la humilde Virgen María, que aceptó acoger al Dios que, en su amor, viene a salvar a todos los hombres que estén dispuestos a acogerle con la misma generosidad de María. Sobre María descansa el Espíritu del Altísimo, aquel mismo Espíritu que al comienzo planeaba sobre las aguas para dar vida al universo, y que en el éxodo guió a Israel hacia la tierra prometida.

         En el corazón del Adviento, el tiempo litúrgico que invita a esperar la manifestación gloriosa del Señor, que, según las antiguas promesas, viene a salvar a todos los hombres, la contemplación del misterio de María en su Concepción Inmaculada, ofrece un ejemplo de esta salvación, que ha manifestado toda su magnificencia. En efecto, María es la primera criatura que ha sido redimida en plenitud, que ha participado totalmente en el misterio salvador de Jesús. María es pues el vértice santo del pueblo de Dios llamado a la santidad. Como cantaremos en el Prefacio, ella es «Comienzo e imagen de la Iglesia», a la cual pertenecemos también nosotros. Ella, con su "fiat" indica el camino a seguir, nos enseña a abrirnos generosamente a la acción salvadora de Dios, para que un día, con Ella, podamos participar plenamente en el Reino que su Hijo nos ha preparado.






sábado, 29 de noviembre de 2014

Domingo I de Adviento


         “Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia”. El fragmento del libro de Isaías que escuchamos hoy evocaba el lamento de un profeta que expresaba su angustia por el futuro de su pueblo, porque, a causa de sus pecados, había sufrido la derrota y el destierro. En esta situación de agobio y sufrimiento, estalla un grito de esperanza y no duda en decirle a Dios, para que le escuchen también sus oyentes: “Jamás oído oyó ni ojo vió un Dios fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”. Y Dios escuchó este grito y otros gritos de otros tantos personajes de la historia de la salvación que clamaron para que obtener la salvación de los hombres. Que este deseo no quedó desoído lo prueba la primera venida del Hijo de Dios que, dentro de cuatro semanas, recordaremos al celebrar la Navidad. El nacimiento en  carne humana de la Palabra divina era el cumplimiento de las repetidas promesas de Dios hechas a lo largo del Antiguo Testamento.

         Y cuando llegaba a su término la presencia del Hijo de Dios entre los hombres, un día, como recordaba hoy la lectura del evangelio, Jesús empezó a decir: “Vigilad! Velad! pues no sabéis cuándo es el momento”. Y a continuación expuso la parábola del hombre que sale de viaje, después de recomendar a sus criados y al portero que estén preparados para recibirle cuando llegue, sin precisar cuando tendrá lugar el momento del regreso, del encuentro. Vigilar significa atender cuidadosamente algo o alguien. Velar supone estar despierto cuando se debería dormir, continuar trabajando más allá del tiempo normal, asistir de noche a un enfermo o hacer de centinela o guardia para no ser atacado inesperadamente. Todos estos sentidos encajan perfectamente con la recomendación de Jesús, que nos invita a estar atentos para cuando tenga lugar su segunda venida.

         Todo ser humano espera algo en su vida. Pero conviene preguntarnos cuál es realmente el objeto de nuestra esperanza. Normalmente, desde que tenemos consciencia de que vivimos, esperamos alcanzar la plenitud de la vida con todo lo que esa supone. En nuestro esperar solamente se interpone con carácter negativo la realidad inevitable de la muerte. Por esto decimos: mientras hay vida hay esperanza. Pero la recomendación de Jesús no se refiere a las múltiples esperanzas que pueden surgir en el corazón humano. Él apunta a una esperanza concreta, la de su segunda venida, al final de los tiempos, tal como Jesús en persona anunció a sus discípulos y la Iglesia no cesa de repetir, como decimos en el Credo: De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Sin una visión de fe, un anuncio semejante corre el peligro de quedar relegado en el olvido. Pero un cristianismo sin esperanza en la segunda venida de Jesús difícilmente mantendrá la unidad y cohesión entre los distintos aspectos del misterio del Hijo de Dios hecho hombre. Su vida, su enseñanza, el misterio pascual de su muerte y resurrección, la iglesia que congrega a sus discípulos, los sacramentos que nos permiten participar en su victoria, corren el peligro de ser simplemente un cúmulo de doctrinas, ritos y modos de vivir desarticulados si falta esta espera confiada de la segunda y definitiva venida de Jesús. El tiempo del Adviento que comenzamos nos llama a reavivar en nosotros la esperanza en Jesús que viene, para mantenernos alerta de modo que no nos coja de sorpresa cuando vuelva.


         Hoy, san Pablo, en la segunda lectura, escribiendo su primera carta a los Corintios, los felicita por el hecho de vivir abiertos a la esperanza de la última manifestación del Señor Jesucristo. Él, que les ha enriquecido en todo: en el hablar y en el saber, los mantendrá firmes hasta el final para participar plenamente en la vida de su Hijo. Y terminaba diciendo que Dios es fiel a lo que anuncia, a todo lo que promete. Jesús ha prometido que volverá. Nosotros hemos de prepararnos para recibirle teniendo presentes las palabras del profeta: Tú, oh Señor, sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos.

sábado, 22 de noviembre de 2014

FIESTA DE CRISTO REY




         Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones”. La Iglesia, al celebrar en este domingo a Jesús como rey del universo, lo evoca bajo el doble aspecto de pastor que agrupa su rebaño, separando ovejas y cabritos, y de juez soberano que se dispone a dictar sentencia sobre todos los pueblos. Aunque la tradición cristiana ha entendido esta página sobre todo desde la perspectiva del juicio del final de la historia, sobre todo es importante prestar atención al contenido de su mensaje concreto por su valor siempre actual, de gran importancia para quienes nos llamamos cristianos.

         En efecto, el Hijo del Hombre, en el momento en que se dispone a juzgar a las naciones, muestra una sola y única preocupación que no es otra que el comportamiento de cada persona con relación a su prójimo. Mateo detalla lo que interesa al Juez con situaciones concretas: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Ciertamente, la lista podría alargarse hasta el infinito, pero recubre puntos significativos de la vida de los hombres de todos los tiempos y lugares, y permite entender la actitud fundamental que Jesús espera, no solamente de los suyos, de los creyentes, sino de todos los hombres. Cumplir estos requisitos supone tener abierta la puerta para entrar en el Reino que Dios prepara para todos, mientras que pasar indiferentes ante la necesidad de los hermanos, supone verse excluido de todo lo que entraña el anuncio y la promesa del Reino.

         Pero impresiona realmente constatar que, en el juicio, no se tienen en cuenta actitudes relacionadas con lo que podríamos llamar “religión”. Jesús no pregunta cuantas veces que hemos escuchado su palabra, cuantas veces hemos frecuentado los lugares de culto para celebrar la liturgia, cuantas veces hemos profesado sin miedo nuestra fe, incluso ante peligro de muerte. Los requisitos que Jesús espera de la humanidad no son simplemente una lista de buenas obras que deben ser llevadas a cabo, sino que reclama estos gestos como algo que se ha hecho a él mismo, los personaliza hasta el extremo: “Tuve hambre, tuve sed”. Por esto es comprensible el estupor tanto los que los cumplieron como los que no lo hicieron: “¿Cuando te vimos necesitado y te asistimos o no te asistimos?”. Y la respuesta de Jesús es para hacer temblar al más seguro: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis o no lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. ¿Quien de nosotros, alguna que otra vez, para ser buenos y no decir casi siempre, hemos tenido en poca consideración a los hermanos que nos rodean, que se cruzan en nuestra vida, no solo a nuestros familiares, amigos, conocidos, compaisanos, si no a todos, y empezando por los más humildes, es decir los que menos títulos tienen para merecer nuestra atención y nuestro afecto? 

         “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo que Jesús pregunta, lo que le interesa es cómo nos hemos portado con nuestros hermanos, sobre todo con los más humildes, los más necesitados. O si damos la vuelta a las palabras de Jesús, cuantas veces hemos sabido ver y servirle en la persona de los demás. Reto impresionante que se nos propone. De nada servirán todas las magnificencias del cristianismo si no sabemos ponernos al servicio de los hermanos como Jesús hizo y nos enseñó. Ciertamente, el tema se prestaría para ridiculizar el mundo entero, la Iglesia, todo y todos. Comprendamos que, en el evangelio de hoy, Jesús  invita a entrar en el camino de una mística sencilla, al alcance todos, pero no por eso menos sublime, menos profunda. Entremos en el santuario de nuestro corazón y propongámonos con sencillez y generosidad, trabajar para saber ver y servir a Jesús en todos y cada uno de los hermanos y hermanas que aparezcan junto a nosotros en nuestro caminar hacia Dios. “Lo que hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”.
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

sábado, 15 de noviembre de 2014

DOMINGO XXXIII DEL T. ORDINARIO



        «Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (es decir, de Roma) y del orbe». Así se lee en una inscripción de la fachada de la Basílica del Santísimo Salvador de Roma, más conocida como Basílica de San Juan de Letrán, que, desde el siglo IV está considerada como la catedral de Roma, la sede de su obispo, el Papa, y que fue su residencia hasta muy avanzada la edad media. Hoy, al recordar su solemne dedicación, de alguna manera es para toda la Iglesia universal símbolo de la comunión de todas las comunidades o iglesias locales, repartidas por todo el mundo, con la sede romana, cátedra de los sucesores de Pedro.
         “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Con estas palabras Jesús realizó un gesto profético que Jesús en el centro del culto del pueblo escogido. El templo de Jerusalén, erigido por Salomón, era la continuación de la tienda que acompañó al pueblo en su peregrinar por el desierto, tienda que era sobre todo signo de la presencia salvadora de Dios entre los suyos, y además lugar del encuentro entre Dios y su pueblo. El primer templo fue destruido cuando la ciudad cayó en manos de los caldeos; bajo los persas, el pueblo, animado por los profetas, se preocupó en reconstruir de nuevo el templo. A este segundo templo le cupo la gloria de acoger al Mesías, a Jesús de Nazaret, el cual allí oró al Padre, participó en su culto e impartió sus enseñanzas a los judíos. 

         Pero San Juan recuerda en su evangelio que Jesús, un buen día decidió expulsar a los que faenaban en los atrios del edificio sagrado, a los vendedores de animales destinados al sacrificio y a los cambistas que facilitaban moneda para el tributo del templo. Con ello Jesús proclama que el templo es la casa del Padre y que merece un profundo respeto. Pero al mismo tiempo que reivindica el valor sagrado del templo, anuncia que está para terminar su función, pues están llegando tiempos nuevos. Al ser preguntado por qué había actuado de este modo y con qué autoridad intervenía en el ámbito del santuario, Jesús afirma: “Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días”. Y el evangelista afirma que él hablaba del templo de su cuerpo, aunque los discípulos sólo entendieron el sentido de sus palabras después de la resurrección. Con su gesto y sus palabras, Jesús declara que el antiguo templo deja de tener significación, pues de ahora en adelante es en el Hijo hecho hombre que Dios se hace presente en medio de la humanidad y, en consecuencia, el lugar de encuentro del hombre con Dios igualmente será Jesús mismo, constituido Señor y Cristo, en quien está la plenitud de la divinidad. 

         La primera lectura evoca una profecía de Ezequiel que anuncia la próxima restauración del templo de Jerusalén, precisamente cuando el pueblo se hallaba aún en el destierro y el templo estaba arruinado.  Del lado derecho del nuevo templo manará una corriente de agua capaz de dar vida, saneando tierras y aguas, haciendo crecer y fructificar toda clase de árboles y plantas. Este templo renovado de cuyo costado brota la vida es una alusión a aquel que se manifestará como el verdadero templo, Jesús, en quien se cumplió realmente la profecía de Ezequiel. Jesús es el templo indestructible, en él reside la gloria del Dios que, a lo largo de la historia, ha manifestado su deseo de salvar a los hombres, en él los hombres podemos realmente encontrarnos con Dios. Del costado de Jesús, clavado en la cruz, manan agua y sangre, signo de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía con los que se forma la Iglesia. 

         Jesucristo, el único y verdadero templo de Dios, ha querido que los hombres, por la fe expresada en los sacramentos, formasen parte de su cuerpo místico. Por esta razón de alguna manera participamos en su condición de templo de Dios. San Pablo, en la segunda lectura recuerda que somos edificio y templo de Dios, cimentados sobre la piedra angular que es Jesús, y que formamos parte del templo espiritual en el que se ofrecen sacrificios espirituales, que Dios acepta por su Hijo Jesús. A nosotros toca vivir cada día de modo que esta realidad se manifieste abiertamente  y cuanto hagamos de palabra o de obra, sea un acto de culto, unido a Jesús y agradable a Dios.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
 
 

sábado, 8 de noviembre de 2014

Dedicación de la basílica de San Juan de Letran



          

          «Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (es decir, de Roma) y del orbe». Así se lee en una inscripción de la fachada de la Basílica del Santísimo Salvador de Roma, más conocida como Basílica de San Juan de Letrán, que, desde el siglo IV está considerada como la catedral de Roma, la sede de su obispo, el Papa, y que fue su residencia hasta muy avanzada la edad media. Hoy, al recordar su solemne dedicación, de alguna manera es para toda la Iglesia universal símbolo de la comunión de todas las comunidades o iglesias locales, repartidas por todo el mundo, con la sede romana, cátedra de los sucesores de Pedro.


         “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Con estas palabras Jesús realizó un gesto profético que Jesús en el centro del culto del pueblo escogido. El templo de Jerusalén, erigido por Salomón, era la continuación de la tienda que acompañó al pueblo en su peregrinar por el desierto, tienda que era sobre todo signo de la presencia salvadora de Dios entre los suyos, y además lugar del encuentro entre Dios y su pueblo. El primer templo fue destruido cuando la ciudad cayó en manos de los caldeos; bajo los persas, el pueblo, animado por los profetas, se preocupó en reconstruir de nuevo el templo. A este segundo templo le cupo la gloria de acoger al Mesías, a Jesús de Nazaret, el cual allí oró al Padre, participó en su culto e impartió sus enseñanzas a los judíos.

         Pero San Juan recuerda en su evangelio que Jesús, un buen día decidió expulsar a los que faenaban en los atrios del edificio sagrado, a los vendedores de animales destinados al sacrificio y a los cambistas que facilitaban moneda para el tributo del templo. Con ello Jesús proclama que el templo es la casa del Padre y que merece un profundo respeto. Pero al mismo tiempo que reivindica el valor sagrado del templo, anuncia que está para terminar su función, pues están llegando tiempos nuevos. Al ser preguntado por qué había actuado de este modo y con qué autoridad intervenía en el ámbito del santuario, Jesús afirma: “Destruid este templo y lo reconstruiré en tres días”. Y el evangelista afirma que él hablaba del templo de su cuerpo, aunque los discípulos sólo entendieron el sentido de sus palabras después de la resurrección. Con su gesto y sus palabras, Jesús declara que el antiguo templo deja de tener significación, pues de ahora en adelante es en el Hijo hecho hombre que Dios se hace presente en medio de la humanidad y, en consecuencia, el lugar de encuentro del hombre con Dios igualmente será Jesús mismo, constituido Señor y Cristo, en quien está la plenitud de la divinidad.  

              La primera lectura evoca una profecía de Ezequiel que anuncia la próxima restauración del templo de Jerusalén, precisamente cuando el pueblo se hallaba aún en el destierro y el templo estaba arruinado.  Del lado derecho del nuevo templo manará una corriente de agua capaz de dar vida, saneando tierras y aguas, haciendo crecer y fructificar toda clase de árboles y plantas. Este templo renovado de cuyo costado brota la vida es una alusión a aquel que se manifestará como el verdadero templo, Jesús, en quien se cumplió realmente la profecía de Ezequiel. Jesús es el templo indestructible, en él reside la gloria del Dios que, a lo largo de la historia, ha manifestado su deseo de salvar a los hombres, en él los hombres podemos realmente encontrarnos con Dios. Del costado de Jesús, clavado en la cruz, manan agua y sangre, signo de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía con los que se forma la Iglesia.

         Jesucristo, el único y verdadero templo de Dios, ha querido que los hombres, por la fe expresada en los sacramentos, formasen parte de su cuerpo místico. Por esta razón de alguna manera participamos en su condición de templo de Dios. San Pablo, en la segunda lectura recuerda que somos edificio y templo de Dios, cimentados sobre la piedra angular que es Jesús, y que formamos parte del templo espiritual en el que se ofrecen sacrificios espirituales, que Dios acepta por su Hijo Jesús. A nosotros toca vivir cada día de modo que esta realidad se manifieste abiertamente  y cuanto hagamos de palabra o de obra, sea un acto de culto, unido a Jesús y agradable a Dios.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense