viernes, 10 de marzo de 2017

CUARESMA- DOMINGO II- Ciclo A

              
        “¡Qué hermoso es estar aquí! Si quieres haré tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. El evangelista pone en labios de Pedro estas palabras que dejan entrever el estado de ánimo del apóstol ante la experiencia que estaba viviendo. En efecto, a Pedro, a Santiago y a Juan les fue dado vislumbrar de modo fugaz y pasajero la gloria que correspondía a Jesús como Hijo de Dios, en quien hallaban cumplimiento la ley y los profetas, representados por Moisés y Elías. Pero Pedro no no se resigna a esta fugacidad y por esto quiere ofrecer medios que permitan prolongar lo más posible esta visión que queda fuera de su alcance. Sin embargpo esta experiencia no es ni meta ni término, sino únicamente un alto en el camino, una invitación a mirar más allá de la realidad presente.

           El evangelista experimenta una cierta dificultad para transmitir lo que llamamos “transfiguración del Señor”. Habla de la luz que resplandecía en el rostro de Jesús, de la luminosidad de sus vestidos, y  cita también una nube luminosa, que, con su sombra, cubrió a los apóstoles. Es un intento de expresar, con palabras humanas, lo que los apóstoles, por unos instantes, fueron admitidos a gozar. Estas expresiones aparecen en la Biblia cuando se quiere significar que Dios se acerca a los hombres para comunicarles algo. La experiencia del Tabor es un momento más de la voluntad redentora de Dios. Las palabras que, desde la nube, pronuncia la Voz: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”, no son nuevas, pues se han escuchado ya en la fiesta del Bautismo, al salir Jesús del agua del Jordán. El imperativo: “Escuchadle”, nos da el sentido de toda la escena de la transfiguración: a los apóstoles, y en ellos a todos nosotros, se nos invita a aceptar a Jesús, a seguirle sin dudar, a caminar por el camino que nos muestra, a fiarnos de él. 

            La primera lectura ha recordado hoy la vocación del patriarca Abhahán. Un día la voz del Señor llamó a aquel hombre invitándole a salir de su tierra, de la casa de su padre, para dirigirse a una tierra desconocida. A él, un hombre ya anciano y sin hijos, se le promete una descendencia numerosa, una influencia notable en la historia de la humanidad. Y Abrahán, generosamente creyó, lo dejó todo y se puso en camino según se le había dicho. Apoyado solamente en la palabra del Señor, se encaminó hacia lo desconocido. Creyó contra toda esperanza y alcanzó lo que se le había prometido. 

            Lo que dijo la voz del Padre a los apóstoles en el Tabor es algo parecido a lo que en su día dijo a Abrahán. Es invitarles a descubrir que, pasado el momento de la visión gloriosa, se encuentran de nuevo solos con Jesús, el Jesús de siempre, con el cual bajarán de la montaña para encaminarse hacia Jerusalén, dónde el Señor encontrará su cruz y consumará su sacrificio por la salvación de todos los hombres. Pero la visión de gloria no habrá pasado en vano, si en el corazón de aquellos hombres queda el recuerdo de la luz contemplada que ha de confirmarles en la fe a pesar de todas las dificultades. Esperando contra toda esperanza, como Abrahán, sin que obsten sus deficiencias y negaciones, pueden estar seguros que despuntará finalmente el día y que el lucero que no conoce el ocaso brillará definitivamente, cuando el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. 

            San Pablo, en la segunda lectura, recomendaba a Timoteo a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio sin desanimarse. Aunque en determinados momentos pueda parecer que se trabaja en vano, que se agitan los brazos pegando al viento, el que ha sido llamado a ser ministro del Evangelio no puede olvidar que Dios ha dispuesto dar su gracia por medio de Jesús, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal. Incluso en medio de las dificultades, la mirada ha de estar puesta en aquel que dio comienzo y completará nuestra fe: Jesús, el que murió y resucitó por nosotros.

            

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