sábado, 4 de marzo de 2017

CUARESMA- DOMINGO 1 Ciclo A

        
          “Dijo la serpiente: Bien sabe Dios que cuando comáis de ese árbol se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. El autor del libro de Génesis ha recordado la primera desobediencia del hombre y de la mujer. Este relato nos invita a reflexionar sobre el drama íntimo que todos y cada uno de los humanos hemos experimentado en uno u otro momento de nuestra existencia: el deseo de ser libres, venciendo todo género de sujecióno de esclavitud. Bajo la imagen de un fruto apetitoso, a Adán y a Eva se les ofreció la libertad total, dejando de lado a Dios, para ser dueños de la vida y conocedores del bien y del mal.  

     De hecho, esta es la gran tentación que todos, hombres y mujeres, experimentamos constantemente, pues, de alguna manera, más o menos, todos deseamos sacudirnos el yugo de Dios, de sus preceptos, para campar a nuestras anchas, sin otro límite que nuestro antojo. Pero la experiencia muestra que no somos dioses, sino criaturas de Dios y si nos separamos de Dios, llevados por el ansia de ser libres, caeremos en formas más o menos sofisticadas de esclavitud, y lo que en principio podía parecer liberación, se convierte en otro tipo de sujeción a realidades concretas.  Desde Adán y Eva en el paraíso hasta Jesús en el desierto, los humanos sentimos la fuerza y la atracción de la tentación, que nos propone alcanzar algo más gratificante que la rutina de cada día.

“Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado”. Esta página del evangelio suscita siempre extrañeza pues sorprende  ver sujeto a la tentación al mismo Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvar a los hombres. Pero la Palabra de Dios, para salvar a los hombres, ha querido asumir su realidad hasta el fondo y así, el autor de la carta a los Hebreos, al presentar la figura de Jesús, no duda en afirmar: “No es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que  ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. Por esto ha sido tentado, para mostrar que es uno de los nuestros; por esto ha sentido como aleteaba junto a su rostro humano la duda sobre si eran aceptables o no las realidades de la vida, sobre si valía la pena intervenir para corregir la obra de Dios y adaptarla a los parámetros de los humanos.

El relato de las tentaciones de Jesús en el desierto no presentan a unn especie de superhombre que, desde una impasibilidad frustrante precisamente por estar por encima de lo humano, vence al tentador casi despreciándole. La victoria de Jesús en las tentaciones procede por un camino que están a nuestro alcance: la misma Palabra de Dios, la Palabra que Dios ha confiado a los hombres para que sea lámpara para sus pasos, luz en sus senderos. El tentador queda vencido precisamente cuando oye: “Está escrito”. Jesús ha escogido vivir en comunión con su Padre, hacer de su voluntad norma de sus acciones. Si se refiere a lo que está consignado en las escrituras, no lo hace por pusilanimidad, por falta de libertad o de iniciativa, o por miedo. Lo hace por amor. Porque ama quiere cumplir la voluntad del que le ha enviado: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”.

Las tentaciones que san Mateo recuerda no contienen una temática trascendental, de carácter esotérico, apta para una minoría de iniciados. Se refieren a las preocupaciones que acostumbran a prevalecer en el espíritu de los mortales: los problemas inherentes a la subsistencia, figurados en la comida; el ánsia de la fama y de la admiración de los demás; y finalmente, la ambición del poder y del dominio. Tentaciones que todos experimentamos y a las que, a menudo, cedemos. Las respuestas que Jesús opone a las sugerencias del tentador ponen de manifiesto cuál debe ser nuestra respuesta ante los atractivos del consumismo, de la seducción del dinero y de la ambición del poder que pesan constantemente sobre la existencia de los hombres.

Que durante esta Cuaresma Dios nos conceda ser más conscientes de la tentación de precindir de Dios que nos acecha continuamente, olvidando nuestra condición de criaturas. Como Jesús, sintiéndonos hijos del Padre, busquemos en el amor de Dios la fuerza para tratar de ser cada día más humanos, para vivir mejor nuestra condición de cristianos.


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