Hay una cosa que nunca debemos olvidar, y es que el Señor conoce cada fragmento de lo que experimentamos. Cada centímetro de nuestras alegrías y penas Él lo conoce. Por eso lo que se dice en el Evangelio de hoy se dice sin romanticismo y con mucho conocimiento de causa: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré». Jesús sabe cuánto necesitamos que alguien nos acoja en nuestro cansancio y agobio. Con demasiada frecuencia encontramos maestros, jueces, expertos, pero nadie dispuesto a acogernos simplemente como somos y por lo que vivimos. Todo el mundo sabe cómo debemos vivir, qué debemos hacer, quiénes debemos ser, pero Jesús no es así con nosotros: «Llevad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Él es quien dice: sobrellevad conmigo lo que estáis viviendo. Deja de llevarlo solo. No cargues con todo el peso del mundo como si pudieras llevarlo tú. Lleva la carga de la vida conmigo y a mi manera. Sé manso y humilde, es decir, no conviertas tu cansancio y tu opresión en ira. Por el contrario, abrázalo. Haz sitio incluso a esta parte de la vida que no te conviene. Sé humilde, es decir, concreto, con los pies en la tierra, sin pensar que tienes que resolverlo todo. Y esto sólo es posible si recuerdas que no estás solo. Que Él está contigo. Que Él está en tu propia opresión, angustia, cansancio. Sólo cuando llevamos una cruz con Él, Él nos santifica. De lo contrario, sólo saca lo peor de nosotros. Nos condena. Nos mata. Éste es quizá el secreto del cristianismo: Jesús no promete la liberación de lo que nos oprime, sino la certeza de que no estamos solos mientras llevamos su carga. Sólo entonces lo que parece insuperable se vuelve ligero. En la práctica, ésta es la inmensa lección del buen ladrón, que, muriendo la misma muerte que Jesús, aprovecha sus últimos suspiros para decir sólo «acuérdate de mí».
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