jueves, 12 de diciembre de 2024

Reflexión: Evangelio del día. jueves, II semana de Adviento.

 

“De verdad os digo que entre los nacidos de mujer no se ha habido otro mayor que Juan el Bautista». Viniendo de Jesús, este elogio nos hace comprender que la talla humana de Juan el Bautista no es algo que deba pasarse por alto. Y, de hecho, quizá de todos los personajes de los que está poblada la Biblia, Juan parece condensar el mejor de ellos. Hombre, profeta, coherente, pobre, enérgico, encantador, honesto, libre, abierto y, finalmente, mártir. Pero Jesús dice: «Sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él». ¿Cómo es posible? Es posible porque la lógica del reino ya no descansa en la calidad de nuestra humanidad, sino en la capacidad que tiene el amor de Dios de hacer digno lo indigno. Si simplificáramos, tendríamos que decir que entre el que es bueno y el que es amado, el que es amado tiene ventaja. Y, en efecto, no tenemos más que mirar nuestra vida para darnos cuenta de que es así. Muy a menudo es el amor que sentimos por nosotros mismos lo único que mueve nuestra vida. Si descansara en nuestras propias fuerzas, capacidades, constancia, fidelidad, encallaría rápidamente. Y muchos de nosotros nos detenemos precisamente porque seguimos esperando sólo ser buenos, mientras que el secreto está en sabernos amados. Porque el amor de Dios no es algo que recibiremos un día, sino algo que ya está ahí. Ya somos amados, ahora, pero el verdadero problema es que no somos conscientes de ello, no lo sentimos en lo más profundo de nosotros. El descubrimiento de la vida espiritual coincide con la constatación de cuánto somos amados ahora, aunque no lo merezcamos, aunque no valgamos nada, aunque estemos en el más profundo de los infiernos. La fe, antes de ser la capacidad de creer que Dios existe, es aún más la capacidad de creer que somos amados. El verdadero problema no es, pues, convencer a Dios de que nos ame, sino convencernos a nosotros mismos de que nos rindamos a ese amor. Quitar nuestras defensas y dejar que llegue a lo más profundo de nosotros. Es el gran trabajo de permitirnos dejar que Él nos ame. (Mt 11,11-25)

 

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