viernes, 17 de marzo de 2017

"Señor, dame esa agua..." CUARESMA III DOMINGO -A-

       
        “Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía”. Así inicia la narración del encuentro de Jesús con la mujer samaritana, una de las páginas más sugestivas del evangelio de san Juan, y que, después de describir el itinerario espiritual de aquella mujer hasta llegar a creer en Jesús, culmina con la evangelización de todos los habitantes del pueblo. La Iglesia ha utilizado siempre este importante texto para preparar a los catecúmenos que han de recibir el bautismo en la noche de Pascua.

         Jesús inicia su diálogo con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, y le habla del agua viva que él puede ofrecer. El tema del agua, íntimamente relacionado con el bautismo cristiano, queda subyrayado además por la primera lectura que evoca el gesto de Moisés durante la travesía del desierto, haciendo brotar agua de la roca para calmar la sed del pueblo. Pero la conversación, de parte de Jesús y a pesar de la reticencia de la mujer, apunta a niveles mucho más altos que la resolución de un problema de suministro de agua. La mujer ofrece cierta lentitud inicial para entrar en la dimensión espiritual que se le propone, y Jesús, para ayudarla a entender el mensaje, no duda en ecararla con el más escondido repliegue de su vida íntima: “Cinco maridos has tenido y el que convive contigo ahora no es tu marido”, le dice. Esta indicación en lugar de indignar a la mujer la conmueve, y da un primer paso para reconocerle: “Señor, veo que Tú eres un profeta”.

         Pero no basta con este primer paso. La finalidad que persigue Jesús es disponer a la mujer para que acoja en su vida al Mesías y a su mensaje. La samaritana da un paso más e interroga a áquel a quien ha llamado “Profeta” sobre el culto legítimo que corresponde a Dios, tema que oponía a judíos y samaritanos. La respuesta de Jesús es decisiva: las rivalidades antiguas han perdido sentido porque ha llegado el tiempo definitivo y los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Los verdaderos adoradores no han de preocuparse del lugar o del modo del culto, sino que, guiados por el Espíritu, han de adorar al Padre en la Verdad que es Jesús mismo, verdadero y definitivo templo que substituye cualquier otro santuario o forma de culto.

         “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo”. Aquella mujer, que al principio se resistía a dejarse llevar por la palabra de Jesús, vence sus reticencias y recibe una de las pocas manifestaciones claras de Jesús sobre sí mismo: “Soy yo, el que habla contigo”. Es interesante entender la pedagogía de Jesus: ha llevado a la mujer hasta encararse con su misma miseria interior: de allí nace el primer gesto de conversión que cristaliza en la fe en Jesús. El diálogo con Jesús ha obtenido su efecto y la mujer, de alguna manera, se convierte en apóstol de la buena nueva entre sus conciudadanos: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hecho, ¿será éste el Mesías?”. Si bien los habitantes de Sicar, en un primer momento, aceptan el testimonio de la mujer que ya no teme confesar en público su pecado porque está segura del perdón recibido, después de escuchar al Maestro personalmente proclamarán: “Nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo”.

         Los que ya hemos sido iluminados, los que hemos atravesado las aguas del bautismo, deberíamos vivir la plenitud de la luz y de la paz del Reino. Pero la experiencia enseña que nunca nos convertimos definitivamente, que siempre quedan sombras en el fondo de nuestra conciencia. En la Cuaresma Jesús nos invita a encararnos con nuestro pecado, no para desanimarnos y deprimirnos, sino para adquirir la ligereza y prontitud de ánimo de la samaritana, para cancelar el pasado por turbio que fuera y emprender una nueva etapa, convertidos en misioneros de Jesús, portadores de la Buena Nueva de su salvación a todos los demás hombres. Así dará comienzo la siega de campos ya dorados, de los que hablaba Jesús a sus discípulos: “El segador ya está recibiendo el salario y almacenando fruto para la vida eterna”.

 P. J.G.

viernes, 10 de marzo de 2017

CUARESMA- DOMINGO II- Ciclo A

              
        “¡Qué hermoso es estar aquí! Si quieres haré tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. El evangelista pone en labios de Pedro estas palabras que dejan entrever el estado de ánimo del apóstol ante la experiencia que estaba viviendo. En efecto, a Pedro, a Santiago y a Juan les fue dado vislumbrar de modo fugaz y pasajero la gloria que correspondía a Jesús como Hijo de Dios, en quien hallaban cumplimiento la ley y los profetas, representados por Moisés y Elías. Pero Pedro no no se resigna a esta fugacidad y por esto quiere ofrecer medios que permitan prolongar lo más posible esta visión que queda fuera de su alcance. Sin embargpo esta experiencia no es ni meta ni término, sino únicamente un alto en el camino, una invitación a mirar más allá de la realidad presente.

           El evangelista experimenta una cierta dificultad para transmitir lo que llamamos “transfiguración del Señor”. Habla de la luz que resplandecía en el rostro de Jesús, de la luminosidad de sus vestidos, y  cita también una nube luminosa, que, con su sombra, cubrió a los apóstoles. Es un intento de expresar, con palabras humanas, lo que los apóstoles, por unos instantes, fueron admitidos a gozar. Estas expresiones aparecen en la Biblia cuando se quiere significar que Dios se acerca a los hombres para comunicarles algo. La experiencia del Tabor es un momento más de la voluntad redentora de Dios. Las palabras que, desde la nube, pronuncia la Voz: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”, no son nuevas, pues se han escuchado ya en la fiesta del Bautismo, al salir Jesús del agua del Jordán. El imperativo: “Escuchadle”, nos da el sentido de toda la escena de la transfiguración: a los apóstoles, y en ellos a todos nosotros, se nos invita a aceptar a Jesús, a seguirle sin dudar, a caminar por el camino que nos muestra, a fiarnos de él. 

            La primera lectura ha recordado hoy la vocación del patriarca Abhahán. Un día la voz del Señor llamó a aquel hombre invitándole a salir de su tierra, de la casa de su padre, para dirigirse a una tierra desconocida. A él, un hombre ya anciano y sin hijos, se le promete una descendencia numerosa, una influencia notable en la historia de la humanidad. Y Abrahán, generosamente creyó, lo dejó todo y se puso en camino según se le había dicho. Apoyado solamente en la palabra del Señor, se encaminó hacia lo desconocido. Creyó contra toda esperanza y alcanzó lo que se le había prometido. 

            Lo que dijo la voz del Padre a los apóstoles en el Tabor es algo parecido a lo que en su día dijo a Abrahán. Es invitarles a descubrir que, pasado el momento de la visión gloriosa, se encuentran de nuevo solos con Jesús, el Jesús de siempre, con el cual bajarán de la montaña para encaminarse hacia Jerusalén, dónde el Señor encontrará su cruz y consumará su sacrificio por la salvación de todos los hombres. Pero la visión de gloria no habrá pasado en vano, si en el corazón de aquellos hombres queda el recuerdo de la luz contemplada que ha de confirmarles en la fe a pesar de todas las dificultades. Esperando contra toda esperanza, como Abrahán, sin que obsten sus deficiencias y negaciones, pueden estar seguros que despuntará finalmente el día y que el lucero que no conoce el ocaso brillará definitivamente, cuando el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. 

            San Pablo, en la segunda lectura, recomendaba a Timoteo a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio sin desanimarse. Aunque en determinados momentos pueda parecer que se trabaja en vano, que se agitan los brazos pegando al viento, el que ha sido llamado a ser ministro del Evangelio no puede olvidar que Dios ha dispuesto dar su gracia por medio de Jesús, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal. Incluso en medio de las dificultades, la mirada ha de estar puesta en aquel que dio comienzo y completará nuestra fe: Jesús, el que murió y resucitó por nosotros.

            

sábado, 4 de marzo de 2017

CUARESMA- DOMINGO 1 Ciclo A

        
          “Dijo la serpiente: Bien sabe Dios que cuando comáis de ese árbol se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. El autor del libro de Génesis ha recordado la primera desobediencia del hombre y de la mujer. Este relato nos invita a reflexionar sobre el drama íntimo que todos y cada uno de los humanos hemos experimentado en uno u otro momento de nuestra existencia: el deseo de ser libres, venciendo todo género de sujecióno de esclavitud. Bajo la imagen de un fruto apetitoso, a Adán y a Eva se les ofreció la libertad total, dejando de lado a Dios, para ser dueños de la vida y conocedores del bien y del mal.  

     De hecho, esta es la gran tentación que todos, hombres y mujeres, experimentamos constantemente, pues, de alguna manera, más o menos, todos deseamos sacudirnos el yugo de Dios, de sus preceptos, para campar a nuestras anchas, sin otro límite que nuestro antojo. Pero la experiencia muestra que no somos dioses, sino criaturas de Dios y si nos separamos de Dios, llevados por el ansia de ser libres, caeremos en formas más o menos sofisticadas de esclavitud, y lo que en principio podía parecer liberación, se convierte en otro tipo de sujeción a realidades concretas.  Desde Adán y Eva en el paraíso hasta Jesús en el desierto, los humanos sentimos la fuerza y la atracción de la tentación, que nos propone alcanzar algo más gratificante que la rutina de cada día.

“Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado”. Esta página del evangelio suscita siempre extrañeza pues sorprende  ver sujeto a la tentación al mismo Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvar a los hombres. Pero la Palabra de Dios, para salvar a los hombres, ha querido asumir su realidad hasta el fondo y así, el autor de la carta a los Hebreos, al presentar la figura de Jesús, no duda en afirmar: “No es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que  ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. Por esto ha sido tentado, para mostrar que es uno de los nuestros; por esto ha sentido como aleteaba junto a su rostro humano la duda sobre si eran aceptables o no las realidades de la vida, sobre si valía la pena intervenir para corregir la obra de Dios y adaptarla a los parámetros de los humanos.

El relato de las tentaciones de Jesús en el desierto no presentan a unn especie de superhombre que, desde una impasibilidad frustrante precisamente por estar por encima de lo humano, vence al tentador casi despreciándole. La victoria de Jesús en las tentaciones procede por un camino que están a nuestro alcance: la misma Palabra de Dios, la Palabra que Dios ha confiado a los hombres para que sea lámpara para sus pasos, luz en sus senderos. El tentador queda vencido precisamente cuando oye: “Está escrito”. Jesús ha escogido vivir en comunión con su Padre, hacer de su voluntad norma de sus acciones. Si se refiere a lo que está consignado en las escrituras, no lo hace por pusilanimidad, por falta de libertad o de iniciativa, o por miedo. Lo hace por amor. Porque ama quiere cumplir la voluntad del que le ha enviado: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”.

Las tentaciones que san Mateo recuerda no contienen una temática trascendental, de carácter esotérico, apta para una minoría de iniciados. Se refieren a las preocupaciones que acostumbran a prevalecer en el espíritu de los mortales: los problemas inherentes a la subsistencia, figurados en la comida; el ánsia de la fama y de la admiración de los demás; y finalmente, la ambición del poder y del dominio. Tentaciones que todos experimentamos y a las que, a menudo, cedemos. Las respuestas que Jesús opone a las sugerencias del tentador ponen de manifiesto cuál debe ser nuestra respuesta ante los atractivos del consumismo, de la seducción del dinero y de la ambición del poder que pesan constantemente sobre la existencia de los hombres.

Que durante esta Cuaresma Dios nos conceda ser más conscientes de la tentación de precindir de Dios que nos acecha continuamente, olvidando nuestra condición de criaturas. Como Jesús, sintiéndonos hijos del Padre, busquemos en el amor de Dios la fuerza para tratar de ser cada día más humanos, para vivir mejor nuestra condición de cristianos.