El Evangelio de hoy comienza con la alusión de Jesús
a un juego al que jugaban los niños en las plazas para pasar el tiempo: «Pero
¿con quién compararé a esta generación? Se parece a esos niños sentados en las
plazas que se vuelven a sus compañeros y les dicen: Nosotros hemos tocado la
flauta y vosotros no habéis bailado, hemos cantado un lamento y vosotros no
habéis llorado». El juego era muy sencillo e imitaba las dos grandes
situaciones de la vida: las bodas y los funerales. Si al escenificar una boda
los camaradas lloraban, arruinaban el juego, de modo que al escenificar un
funeral respondían riendo. Al final, acababan peleándose y echándose la culpa
unos a otros. La comparación es muy eficaz porque Jesús está aludiendo a sí
mismo y a Juan el Bautista: «Vino Juan, que ni come ni bebe, y dijeron: Tiene
demonio. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: He aquí un
comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores». El planteamiento de
Juan es cuestionar la falsa alegría del mundo, ayudando a la gente a darse
cuenta de que ciertos estilos de vida esconden siempre una muerte en su fondo.
Todos lo sabemos bien, que en medio de vidas en las que aparentemente no falta
de nada, crecen sentimientos de angustia e insatisfacción que no pocas veces se
convierten también en deseos de muerte. Es la apariencia del mundo que llena el
estómago y deja vacío el corazón. Juan denuncia en voz alta todo esto, y muchos
de sus contemporáneos, para no tomarle en serio, le acusan de ser un demonio,
un alborotador. Jesús tiene un planteamiento aparentemente contrario, y anuncia
una alegría subyacente en la vida que es mayor que cualquier tristeza, que cualquier
angustia, que cualquier herida, y sin embargo a veces estamos tan apegados a
nuestro dolor y a lo que nos duele que preferimos ser críticos incluso con
quienes nos ofrecen la oportunidad de salir de él, acusándoles quizá de no
entender lo serio de la vida. En ambos casos, la consecuencia es el rechazo. (Mt
11,16-19
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