Es bonito pensar que el Evangelio subraya que la Navidad sólo es posible si hay personas que se aman. Y las historias que estamos leyendo estos días dan testimonio precisamente de eso. De hecho, se trata de parejas, de familias, de circuitos del bien, y nunca de personajes solitarios que lo hacen todo solos. Hoy se nos cuenta la historia de una de estas parejas: Zacarías e Isabel. El Evangelio se afana en decirnos que se trata de personas buenas y justas, pero que, a pesar de este detalle, experimentan el gran sufrimiento de no poder tener un hijo. Pero Dios hará algo inesperado a partir de este sufrimiento, por eso envía al ángel Gabriel para anunciarles: «No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada; tu mujer Isabel te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Tendrás gozo y alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento. Porque será grande a los ojos del Señor. No beberá vino ni licores, y estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre; convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor, su Dios; irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la sabiduría de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto». Lo que puede parecer una buena noticia crea en realidad temor e incredulidad en Zacarías, y creo que es absolutamente muy humano reaccionar así, sobre todo después de haber pasado toda una vida esperando algo que no ha sucedido y que ahora parece muy improbable: «¿En qué conoceré esto? Porque soy viejo y mi mujer ya es anciana». Zacarías contrasta su vejez, su limitación, con la Palabra del Señor. Pero la cuestión es precisamente ésta: Dios es tal precisamente porque puede hacer cosas no sólo más allá de sus límites, sino precisamente a partir de ellos. «Pasados aquellos días, su mujer Isabel quedó embarazada». La Navidad echa raíces allí donde ya no podemos hacer nada.
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