domingo, 13 de diciembre de 2020

Estad siempre ALEGRES en el Señor


Estad siempre ALEGRES en el Señor, os lo repito, estad ALEGRES” (Filp. 4, 4) 

Celebramos el III domingo de Adviento, tradicionalmente conocido como el domingo de gaudete, o de la alegría. Nos vamos adentrando en los grandes misterios del Adviento del Señor. Por eso, nuestra alegría es la “alegría de Dios en nosotros” que es algo más, mucho más, que una simple actitud positiva u optimista. 

Es la alegría de saber experimentalmente, que el Señor está cerca de quien lo busca con sincero corazón. En efecto, cerca y lejos, son categorías relacionadas con la distancia mensurable en el espacio, con la distancia mensurable en horas, años, siglos y milenios. Sin embargo, el tiempo del Adviento, precisamente, nos invita a considerar sobre todo, la dimensión espiritual y profunda de esa distancia, es decir, su referencia a Dios, qué es como podemos percibir la cercanía o la lejanía de Él. Es en el “corazón inquieto del hombre” donde se percibe de modo sensible y adecuado la dimensión espiritual de la distancia y de la cercanía del Señor.

            El hombre es visibilidad y misterio, cercanía y lejanía de Dios, frágil en posesión y en búsqueda continua. Sólo captando estas coordenadas íntimas del ser humano podemos comprender el Adviento como tiempo de espera del Mesías.

Dios mismo, ha venido y sigue viniendo, a  manifestar que el alejamiento del hombre a causa del pecado no es irrevocable. Más aún, nos exhorta a esperar al Mesías, que vendrá con la fuerza del Espíritu Santo, para enfrentarse al mal o, mejor, al príncipe de la mentira. El tiempo de Adviento, nos estimula a dirigir nuestra mirada al Señor que viene. La certeza de su vuelta gloriosa da sentido a nuestra espera y a nuestro trabajo diario. Al contemplar a Jesús con la actitud interior de María, Virgen de la escucha, se potencia o robustece nuestro compromiso, a veces arduo y fatigoso, y se vuelve fecunda nuestra búsqueda activa. 

            Cristo, viene a nuestro encuentro. Sólo él ha colmado el horizonte caduco del tiempo y de las realidades terrenas, a veces maravillosas y atractivas, otras no tanto, y otras muy dolorosas, pero en él encontraremos la respuesta definitiva a la pregunta sobre la venida del Mesías que hace vibrar el corazón humano con el inmenso gozo de su cercanía amorosa y liberadora. Él es la liberación de todas las tristezas que arrastramos, a veces por años y años, es la paz y el gozo que viene de aquel que ha confiado su vida al Señor; es, en definitiva, como hemos dicho, Dios mismo, el Espíritu Santo, que obra sus frutos en nosotros, sanando nuestras heridas y enjugando nuestras lágrimas.

Debemos buscar con intensidad creciente, que nuestra espera de Cristo se traduzca en búsqueda diaria de la verdad que ilumina los senderos de la vida en todas sus expresiones. No dudemos que  la verdad impulsa a la caridad, testimonio auténtico que transforma la existencia de la persona y las estructuras de la sociedad. 


Sí, el Señor está cerca de quien lo busca, nos repite la liturgia durante estos días. Dirijamos a él nuestra mirada e invoquémoslo: ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Redentor del hombre! ¡Ven a salvarnos! 

                                                                                            LMJP

domingo, 15 de diciembre de 2019

El Adviento dentro del del Año Litúrgico



Año Litúrgico es la celebración del misterio de Cristo, desde su nacimiento hasta su última y definitiva venida; por tanto, es una realidad salvífica, en el que al recorrerlo con fe y amor, Dios sale a nuestro paso ofreciéndonos la salvación a través de su Hijo Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres; por eso S. Juan Pablo II lo definía así: el año litúrgico es “camino a través del cual la Iglesia hace memoria del misterio pascual de Cristo y lo revive”[1].
En cada momento del Año litúrgico se nos otorga la gracia especifica de ese misterio que vivimos: -la gracia de la esperanza cristiana y la conversión del corazón para el Adviento; -la gracia del gozo íntimo de la salvación en la Navidad; -la gracia de la penitencia y la conversión en la Cuaresma; - el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte en la Pascua; -el coraje y la valentía el día de Pentecostés para salir danto testimonio de fe en Jesucristo resucitado. La gracia de la esperanza serena, en el Tiempo Ordinario, Son los frutos que nos trae aquí y ahora Cristo para nuestra salvación, así como el progreso en la santidad que nos prepara para su venida gloriosa o Parusía.
Entonces, el Año Litúrgico honra religiosamente los aniversarios de los hechos históricos de nuestra salvación, celebrando el misterio de la salvación en las sucesivas etapas del misterio del amor de Dios, cumplido en Cristo.

ADVIENTO: ESPERA VIGILANTE

 Adviento significa venida y es el primer período del año litúrgico cristiano, que consiste en un tiempo de preparación para el nacimiento de Cristo. Navidad y Adviento no son fiestas independientes. El Adviento nació como tiempo de preparación para celebrar la fiesta de la Navidad, igual que la Cuaresma respecto a la Pascua.
La pedagogía de la Iglesia Católica propone el tiempo de Adviento como una época de espera alegre, espera de conversión y de esperanza, ya que es memoria de la primera y humilde venida del Salvador en nuestra carne mortal.  Es así mismo, la espera suplicante de la última y gloriosa venida de Cristo, Señor de la historia y Juez universal. La liturgia de Adviento  con frecuencia invita a la conversión,  mediante la voz de los profetas y sobre todo de Juan Bautista: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos[2], invita además a vivir en la fe y la esperanza gozosa de que la salvación ya realizada por Cristo[3] y las realidades de la gracia ya presentes en el mundo lleguen a su madurez y plenitud, por lo que la promesa se convertirá en posesión, la fe en visión y nosotros seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es[4]. Por todo esto La preparación que la Iglesia quiere en sus fieles no es una preparación para sólo los días de Navidad, porque el Adviento nos sitúa frente a lo temporal y frente a lo eterno, pues la venida de Cristo no se circunscribe al día 25 de diciembre. A este respecto, es famoso el quinto sermón de San Bernardo sobre el Adviento, que trata de las tres venidas de Cristo, tres Advientos. La llegada de Jesús como hombre en la natividad y su venida al final de los tiempos, la otra venida se está realizando continuamente en nosotros, cuando estamos en gracia.
Este tercer Adviento del que habla S. Bernardo en el que siempre vive el creyente, que está esperando la venida de Jesús a su alma, amándole para que Él haga en cada uno su morada. Así, el Adviento cobra un sentido que trasciende el tiempo concreto, muestra una actitud del alma que espera a Cristo y que grita desde lo profundo «Ven, Señor Jesús.
Pidámosle con este himno litúrgico de Adviento:

 Preparemos los caminos
ya se acerca el Salvador
y salgamos, peregrinos,
al encuentro del Señor.

Ven, Señor, a libertarnos,
ven, tu pueblo a redimir;
purifica nuestras vidas
y no tardes en venir.

El rocío de los cielos
sobre el mundo va a caer,
el Mesías prometido,
hecho niño, va a nacer.

De los montes la dulzura,
de los ríos leche y miel,
de la noche será aurora
la venida de Emmanuel.

Te esperamos anhelantes
ya sabemos que vendrás;
deseamos ver tu rostro
y que vengas a reinar.

Consolaos y alegraos,
desterrados de Sión,
que ya viene, ya está cerca,
Él es nuestra salvación
Hna.LMJP




[1] Juan Pablo II con motivo del cuadragésimo aniversario de la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, del 4 de diciembre de 2003, nº 3
[2] Mt 3, 2
[3] Rom 8, 24-25
[4] Jn 3, 2

sábado, 24 de junio de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS. Domingo 12 -Ciclo A


        “No tengáis miedo”. Tres veces repite Jesús en el evangelio de hoy esta recomendación. En la vida, más o menos, todos tenemos miedo; todos conocemos aquel rincón de nuestro interior en el que se hallan relegados ciertos fantasmas que incuten temor, que amenazan de algún modo nuestra serenidad. Podemos tener miedo de las dificultades de la vida, de no ser amados, de no ser apreciados, de ser explota­dos o tratados sin respeto, de lo que puede decir la gente, de nuestros propios límites, de los fra­casos que quizá hemos sufrido, de las desilusiones que hemos podido experimentar. Sobre todo puede causar miedo la realidad de la muerte, de la que ha hablado la segunda lectura y con la que un día tendremos que enfrentarnos. Tener miedo en la vida es una experiencia que paraliza, que ahoga, que puede llevar a la desespe­ra­ción. Si tenemos miedo, si el temor nos oprime, puede decirse vivimos a medias, sin entusiasmo, casi arra­strándo­nos. Pero Jesús nos dice y nos repite: “No tengáis miedo”. Y lo dice porque nos ama y porque quiere que vivamos en la alegría y la paz, no en el temor y la zozobra. Jesús no puede ofrecernos la solución de todos los problemas, pero nos ofrece la posibilidad de superar el miedo, de recuperar la confianza, para vivir nue­stra existen­cia con energía y decisión, confiando, no en noso­tros mismos, sino en Aquel que nos ha llamado y que nos ama de verdad.
         Para convencernos a no tener miedo, Jesús propone dos breves imágenes a nuestra consideración. En primer lugar recuerda que dos gorriones pueden ser vendidos por pocas monedas, pero ninguno de ellos caerá al suelo sin que lo dis­ponga el Padre que está en los cie­los. De ahí saca la conclusión: “No hay comparación entre voso­tros y los gorriones”, es decir, no puede pasarnos nada que escape del amor que Dios nos tiene. Como si no bastase nos asegura que tenemos contados los cabellos de la cabeza, sean pocos o muchos. Jesús quiere convencernos que somos algo precioso para Dios, que nada de nuestra vida se escapa de su providencia. Por esto no hemos de temer nada, hemos de desechar cualquier temor. Hemos de sentirnos en seguros en manos de Dios como el recien nacido en brazos de su madre.
         Y en cuanto a la muerte, que reina e impera en el mundo, y ante la cual nadie escapa de pagar su tributo, en la segunda lectura se nos ha recordado que, gracias a un solo hombre, Jesús, la benevo­lencia y el don de Dios se han desbordado sobre nosotros, de tal manera que la muerte deja de ser término para convertirse en Pascua, en paso a una nueva vida con Dios que no conoce límite. Esta es nuestra fe, este es el mensaje que nos propone hoy Dios. Si lo aceptamos, si creemos en verdad en el amor que Dios nos tie­ne, podremos enfrentarnos con la vida y sus dificultades.
         Porque en la vida no todo es fácil. La primera lectu­ra evoca el drama personal del pro­feta Jeremías: la fideli­dad a la misión que Dios le había confiado lo hacía vivir en el temor y el miedo: todos, in­cluso los que antes eran sus amigos, se le ponían en contra y buscaban el modo de de­struir­lo. Pero el profeta no se rinde ante el miedo, no se deja vencer. Proclama con entereza que Dios está a su lado, que no le dejará. Esta confianza le da fuerza para continuar luchan­do, superando cualquier tipo de oposición con las sequelas de temor o de miedo que puedan entrañar.
         En el evangelio, Jesús, preparando a los apósto­les para la obra de evangelización que les espera­ba, les anuncia las dificultades que iban a encontrar. Con un sano rea­lis­mo, Jesús no esconde a sus discípulos que la misión que se les encomienda encontrará oposición, pues la palabra de Dios, en la medida que desbarata las estructuras que el hombre puede haberse construído, suscita oposición. Como Jeremías, los apóstoles se enfrentarán con persecución, con los que pueden matar el cuerpo. La condición del discípulo no puede ser diferente de la del Maestro: se le podrá pedir el sacri­ficio de su vida. No es la vida del cuerpo el autén­tico valor que han de defender los discípulos de Jesús sino la vida que tiene como fundamento Dios y su voluntad. Jesús nos pide ponernos de su parte, sin temer las amenazas de los hombres, confiando en el poder de Dios, en cuya mano está la vida y la muer­te. En cambio nos promete que él se pondrá de nuestra parte en el momento justo. No dudemos en fiarnos de Jesús, poniéndonos en sus manos.




domingo, 18 de junio de 2017

Presencia Eucarística en nuestras calles

 

En la Solemnidad del Corpus Christi, parece justo recordar Aquél, que bajo la guía del Espíritu Santo ha hecho de modo que se instituya la Fiesta,
Don con el que el Señor nos busca. Si queremos conocer a Jesús en el modo en el que Él se ha manifestado y no como lo pensamos nosotros, no es suficiente decir: “Está dentro de mí, Él es mi Amigo por lo que no tengo necesidad de nada más”. No es una amistad sincera con Jesús la que rechaza a la Iglesia o los sacramentos juzgándolos como algo superfluo sin saber que es lo que realmente piensa Jesús.
El primer pensamiento reflexionando sobre el Sacramento Eucarístico es que Él es el dueño del mundo: las procesiones del Corpus Christi quieren manifestar esta realidad también exteriormente.
¿Qué decir de las procesiones? Cuando Jesús pasa todavía hay muchos que expresan su reverencia, en otros hace nacer la indiferencia e incluso el fastidio. Pero Jesús pasa para todos y nosotros estamos allí para seguir su invitación. Pasa en silencio entre cantos y reflexiones; pasa por las calles no porque haga Él las diferencias, sino porque somos nosotros los que elegimos de qué parte estar: o con Él o contra Él. También cuando Jesús pasó aquel día entre las calles de Jerusalén para ir al Gólgota, también aquel día hubo quien no se dio cuenta que estaba pasando el Hijo de Dios.
San Agustín puede ayudarnos a comprender la Fiesta de hoy, Jesús le dijo: “Yo soy el alimento de los fuertes; crece y me tendrás. Tú no me transformas en ti, como el alimento del cuerpo, y serás tú transformado en Mí”.
Sin ilusiones, sin ideologías, nosotros caminamos por los caminos del mundo llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, y las procesiones son manifestación externa de esta divina Presencia en nosotros.
No dejémonos roben el paso del Rey del mundo por nuestras calles. Los políticos que piensan en el bien de los ciudadanos aplastando una mayoría para tutelar una minoría, en nombre del pluralismo quieren eliminar esta procesión y después permiten manifestaciones que van contra la moral común de toda persona. Repito: no dejémonos que nos roben el paso del Rey del mundo.
Festejamos por nuestras calles un Pan, ese Pan es Dios con nosotros. El Dios que nos quiere liberar de nuestro abatimiento y desánimo, nos quiere elevar para que podamos retomar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante Jesucristo. La Eucaristía es el Sacramento de Dios que no nos deja solos en el camino sino se pone a nuestro lado y nos indica la dirección justa porque ha venido a caminar con nosotros.

P. Pierdomenico Volpi

miércoles, 12 de abril de 2017

La unidad del “Misterio Pascual”


La unidad del “Misterio Pascual” nos enseña, que el dolor no solamente es seguido por el gozo, sino que ya lo contiene en sí. Jesús expresó esto de diferentes formas. En la última cena dijo a sus apóstoles: "Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se cambiará en alegría"[1]. Parece como si el dolor fuese uno de los ingredientes imprescindibles para forjar la alegría. También la metáfora de la mujer con dolores de parto lo expresa maravillosamente. Su dolor, efectivamente, engendra alegría, la alegría "de que al mundo le ha nacido un hombre". Todo el ciclo de la naturaleza habla de vida que surge de la muerte: "Si el grano de trigo, que cae en la tierra, no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto"[2].
La Cruz, y Jesucristo en ella clavado, no se reduce a un doloroso recuerdo de lo mucho que El, sufrió por nosotros, sino que nos da la seguridad de que podemos gloriarnos en ella, ya que está transfigurada por la gloria de la resurrección.
La resurrección es nuestra pascua; es un paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz, del ayuno a la fiesta. El Señor dijo: "Tú, en cambio, cuando ayunes, úngete la cabeza y lávate la cara" [3] El ayuno es el comienzo de la fiesta.
 La postura cristiana referente al sufrimiento es positiva y realista. En la vida de Cristo, y sobre todo su cruz, le ha dado valor redentor. Por tanto, el camino cristiano es el camino iluminado por la muerte redentora de Jesús en la cruz, que lo convirtió en camino de resurrección; así el olvido de nosotros mismos, es perdernos en Cristo, es vida que brota de la muerte y por eso el “Misterio Pascual” que celebramos en los días del “Sagrado Triduo” es la pauta y el programa que debemos seguir en nuestras vidas.
HMJP




[1] Jn 16,20
[2] Jn 12,24
[3] Mt 6,17

viernes, 17 de marzo de 2017

"Señor, dame esa agua..." CUARESMA III DOMINGO -A-

       
        “Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía”. Así inicia la narración del encuentro de Jesús con la mujer samaritana, una de las páginas más sugestivas del evangelio de san Juan, y que, después de describir el itinerario espiritual de aquella mujer hasta llegar a creer en Jesús, culmina con la evangelización de todos los habitantes del pueblo. La Iglesia ha utilizado siempre este importante texto para preparar a los catecúmenos que han de recibir el bautismo en la noche de Pascua.

         Jesús inicia su diálogo con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, y le habla del agua viva que él puede ofrecer. El tema del agua, íntimamente relacionado con el bautismo cristiano, queda subyrayado además por la primera lectura que evoca el gesto de Moisés durante la travesía del desierto, haciendo brotar agua de la roca para calmar la sed del pueblo. Pero la conversación, de parte de Jesús y a pesar de la reticencia de la mujer, apunta a niveles mucho más altos que la resolución de un problema de suministro de agua. La mujer ofrece cierta lentitud inicial para entrar en la dimensión espiritual que se le propone, y Jesús, para ayudarla a entender el mensaje, no duda en ecararla con el más escondido repliegue de su vida íntima: “Cinco maridos has tenido y el que convive contigo ahora no es tu marido”, le dice. Esta indicación en lugar de indignar a la mujer la conmueve, y da un primer paso para reconocerle: “Señor, veo que Tú eres un profeta”.

         Pero no basta con este primer paso. La finalidad que persigue Jesús es disponer a la mujer para que acoja en su vida al Mesías y a su mensaje. La samaritana da un paso más e interroga a áquel a quien ha llamado “Profeta” sobre el culto legítimo que corresponde a Dios, tema que oponía a judíos y samaritanos. La respuesta de Jesús es decisiva: las rivalidades antiguas han perdido sentido porque ha llegado el tiempo definitivo y los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Los verdaderos adoradores no han de preocuparse del lugar o del modo del culto, sino que, guiados por el Espíritu, han de adorar al Padre en la Verdad que es Jesús mismo, verdadero y definitivo templo que substituye cualquier otro santuario o forma de culto.

         “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo”. Aquella mujer, que al principio se resistía a dejarse llevar por la palabra de Jesús, vence sus reticencias y recibe una de las pocas manifestaciones claras de Jesús sobre sí mismo: “Soy yo, el que habla contigo”. Es interesante entender la pedagogía de Jesus: ha llevado a la mujer hasta encararse con su misma miseria interior: de allí nace el primer gesto de conversión que cristaliza en la fe en Jesús. El diálogo con Jesús ha obtenido su efecto y la mujer, de alguna manera, se convierte en apóstol de la buena nueva entre sus conciudadanos: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hecho, ¿será éste el Mesías?”. Si bien los habitantes de Sicar, en un primer momento, aceptan el testimonio de la mujer que ya no teme confesar en público su pecado porque está segura del perdón recibido, después de escuchar al Maestro personalmente proclamarán: “Nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo”.

         Los que ya hemos sido iluminados, los que hemos atravesado las aguas del bautismo, deberíamos vivir la plenitud de la luz y de la paz del Reino. Pero la experiencia enseña que nunca nos convertimos definitivamente, que siempre quedan sombras en el fondo de nuestra conciencia. En la Cuaresma Jesús nos invita a encararnos con nuestro pecado, no para desanimarnos y deprimirnos, sino para adquirir la ligereza y prontitud de ánimo de la samaritana, para cancelar el pasado por turbio que fuera y emprender una nueva etapa, convertidos en misioneros de Jesús, portadores de la Buena Nueva de su salvación a todos los demás hombres. Así dará comienzo la siega de campos ya dorados, de los que hablaba Jesús a sus discípulos: “El segador ya está recibiendo el salario y almacenando fruto para la vida eterna”.

 P. J.G.

viernes, 10 de marzo de 2017

CUARESMA- DOMINGO II- Ciclo A

              
        “¡Qué hermoso es estar aquí! Si quieres haré tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. El evangelista pone en labios de Pedro estas palabras que dejan entrever el estado de ánimo del apóstol ante la experiencia que estaba viviendo. En efecto, a Pedro, a Santiago y a Juan les fue dado vislumbrar de modo fugaz y pasajero la gloria que correspondía a Jesús como Hijo de Dios, en quien hallaban cumplimiento la ley y los profetas, representados por Moisés y Elías. Pero Pedro no no se resigna a esta fugacidad y por esto quiere ofrecer medios que permitan prolongar lo más posible esta visión que queda fuera de su alcance. Sin embargpo esta experiencia no es ni meta ni término, sino únicamente un alto en el camino, una invitación a mirar más allá de la realidad presente.

           El evangelista experimenta una cierta dificultad para transmitir lo que llamamos “transfiguración del Señor”. Habla de la luz que resplandecía en el rostro de Jesús, de la luminosidad de sus vestidos, y  cita también una nube luminosa, que, con su sombra, cubrió a los apóstoles. Es un intento de expresar, con palabras humanas, lo que los apóstoles, por unos instantes, fueron admitidos a gozar. Estas expresiones aparecen en la Biblia cuando se quiere significar que Dios se acerca a los hombres para comunicarles algo. La experiencia del Tabor es un momento más de la voluntad redentora de Dios. Las palabras que, desde la nube, pronuncia la Voz: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”, no son nuevas, pues se han escuchado ya en la fiesta del Bautismo, al salir Jesús del agua del Jordán. El imperativo: “Escuchadle”, nos da el sentido de toda la escena de la transfiguración: a los apóstoles, y en ellos a todos nosotros, se nos invita a aceptar a Jesús, a seguirle sin dudar, a caminar por el camino que nos muestra, a fiarnos de él. 

            La primera lectura ha recordado hoy la vocación del patriarca Abhahán. Un día la voz del Señor llamó a aquel hombre invitándole a salir de su tierra, de la casa de su padre, para dirigirse a una tierra desconocida. A él, un hombre ya anciano y sin hijos, se le promete una descendencia numerosa, una influencia notable en la historia de la humanidad. Y Abrahán, generosamente creyó, lo dejó todo y se puso en camino según se le había dicho. Apoyado solamente en la palabra del Señor, se encaminó hacia lo desconocido. Creyó contra toda esperanza y alcanzó lo que se le había prometido. 

            Lo que dijo la voz del Padre a los apóstoles en el Tabor es algo parecido a lo que en su día dijo a Abrahán. Es invitarles a descubrir que, pasado el momento de la visión gloriosa, se encuentran de nuevo solos con Jesús, el Jesús de siempre, con el cual bajarán de la montaña para encaminarse hacia Jerusalén, dónde el Señor encontrará su cruz y consumará su sacrificio por la salvación de todos los hombres. Pero la visión de gloria no habrá pasado en vano, si en el corazón de aquellos hombres queda el recuerdo de la luz contemplada que ha de confirmarles en la fe a pesar de todas las dificultades. Esperando contra toda esperanza, como Abrahán, sin que obsten sus deficiencias y negaciones, pueden estar seguros que despuntará finalmente el día y que el lucero que no conoce el ocaso brillará definitivamente, cuando el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. 

            San Pablo, en la segunda lectura, recomendaba a Timoteo a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio sin desanimarse. Aunque en determinados momentos pueda parecer que se trabaja en vano, que se agitan los brazos pegando al viento, el que ha sido llamado a ser ministro del Evangelio no puede olvidar que Dios ha dispuesto dar su gracia por medio de Jesús, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal. Incluso en medio de las dificultades, la mirada ha de estar puesta en aquel que dio comienzo y completará nuestra fe: Jesús, el que murió y resucitó por nosotros.

            

sábado, 4 de marzo de 2017

CUARESMA- DOMINGO 1 Ciclo A

        
          “Dijo la serpiente: Bien sabe Dios que cuando comáis de ese árbol se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. El autor del libro de Génesis ha recordado la primera desobediencia del hombre y de la mujer. Este relato nos invita a reflexionar sobre el drama íntimo que todos y cada uno de los humanos hemos experimentado en uno u otro momento de nuestra existencia: el deseo de ser libres, venciendo todo género de sujecióno de esclavitud. Bajo la imagen de un fruto apetitoso, a Adán y a Eva se les ofreció la libertad total, dejando de lado a Dios, para ser dueños de la vida y conocedores del bien y del mal.  

     De hecho, esta es la gran tentación que todos, hombres y mujeres, experimentamos constantemente, pues, de alguna manera, más o menos, todos deseamos sacudirnos el yugo de Dios, de sus preceptos, para campar a nuestras anchas, sin otro límite que nuestro antojo. Pero la experiencia muestra que no somos dioses, sino criaturas de Dios y si nos separamos de Dios, llevados por el ansia de ser libres, caeremos en formas más o menos sofisticadas de esclavitud, y lo que en principio podía parecer liberación, se convierte en otro tipo de sujeción a realidades concretas.  Desde Adán y Eva en el paraíso hasta Jesús en el desierto, los humanos sentimos la fuerza y la atracción de la tentación, que nos propone alcanzar algo más gratificante que la rutina de cada día.

“Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado”. Esta página del evangelio suscita siempre extrañeza pues sorprende  ver sujeto a la tentación al mismo Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvar a los hombres. Pero la Palabra de Dios, para salvar a los hombres, ha querido asumir su realidad hasta el fondo y así, el autor de la carta a los Hebreos, al presentar la figura de Jesús, no duda en afirmar: “No es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que  ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. Por esto ha sido tentado, para mostrar que es uno de los nuestros; por esto ha sentido como aleteaba junto a su rostro humano la duda sobre si eran aceptables o no las realidades de la vida, sobre si valía la pena intervenir para corregir la obra de Dios y adaptarla a los parámetros de los humanos.

El relato de las tentaciones de Jesús en el desierto no presentan a unn especie de superhombre que, desde una impasibilidad frustrante precisamente por estar por encima de lo humano, vence al tentador casi despreciándole. La victoria de Jesús en las tentaciones procede por un camino que están a nuestro alcance: la misma Palabra de Dios, la Palabra que Dios ha confiado a los hombres para que sea lámpara para sus pasos, luz en sus senderos. El tentador queda vencido precisamente cuando oye: “Está escrito”. Jesús ha escogido vivir en comunión con su Padre, hacer de su voluntad norma de sus acciones. Si se refiere a lo que está consignado en las escrituras, no lo hace por pusilanimidad, por falta de libertad o de iniciativa, o por miedo. Lo hace por amor. Porque ama quiere cumplir la voluntad del que le ha enviado: “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”.

Las tentaciones que san Mateo recuerda no contienen una temática trascendental, de carácter esotérico, apta para una minoría de iniciados. Se refieren a las preocupaciones que acostumbran a prevalecer en el espíritu de los mortales: los problemas inherentes a la subsistencia, figurados en la comida; el ánsia de la fama y de la admiración de los demás; y finalmente, la ambición del poder y del dominio. Tentaciones que todos experimentamos y a las que, a menudo, cedemos. Las respuestas que Jesús opone a las sugerencias del tentador ponen de manifiesto cuál debe ser nuestra respuesta ante los atractivos del consumismo, de la seducción del dinero y de la ambición del poder que pesan constantemente sobre la existencia de los hombres.

Que durante esta Cuaresma Dios nos conceda ser más conscientes de la tentación de precindir de Dios que nos acecha continuamente, olvidando nuestra condición de criaturas. Como Jesús, sintiéndonos hijos del Padre, busquemos en el amor de Dios la fuerza para tratar de ser cada día más humanos, para vivir mejor nuestra condición de cristianos.


sábado, 25 de febrero de 2017

"Nadie puede estar al servicio de dos amos" . VIII Domingo TO - Ciclo A


“Nadie puede estar al servicio de dos amos. No podéis servir a Dios y al dinero”. Al hablar de los dos amos, Jesús no olvida que Dios nos ha enseñado que hemos de ganar el pan de cada día con el sudor de nuestra frente. Pero al mismo tiempo quiere inculcarnos que la natural preocupación por los bienes materiales no ha de crecer hasta el punto de hacernos vivir agobiados de modo que olvidemos el papel que corresponde a Dios en nuestra existencia cotidiana. Al hablar de los dos amos, Jesús utiliza el término “servir”, que supone una situación de real dependencia en el sentido propio de la palabra, que difícilmente se compagina con la condición de personas libras que nos corresponde como hijos de Dios que somos. Es desde esta perspectiva que hemos de entender la recomendación de Jesús: “No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con que os vais a vestir”. Esta forma de hablar podrá parecer poco realista para quienes, día tras día, se esfuerzan por asegurar la buena marcha de la familia, especialmente en estos momentos difíciles de crisis. Naturalmente hay que comer y vestirse, y buscar el modo de dar de comer y de vestir a los nuestros. Pero interesa hacerlo sin agobio, de una manera serena, evitando hacer de lo material la única obsesión de nuestras vidas. Jesús invita a dar a cada cosa la importancia que le toca, procurando al mismo tiempo evitar la frenética carrera del consumismo a la que está abocada nuestra sociedad, al crear continuamente necesidades superfluas.

Desde su visión de la realidad, Jesús se permite utilizar la  imagen de los pájaros del cielo que encuentran comida, sin sembrar ni segar ni almacenar, y la de las flores del campo que, sin esfuerzo, se visten con ropajes de calidad inigualable. A pesar de su contenido poético, estas imágenes podrán parecer a muchos fuera de lugar. Pero conviene entender estas imágenes como invitación a entender la vida en el contexto del plan o designio de Dios, que reclama abrirse a la confianza en la bondad de Dios. De ahí la conclusión que Jesús propone: “Buscad el Reino de Dios y su justicia. Lo demás se os dará por añadidura”. Jesús ha venido para anunciar el reinado de Dios entre los hombres, y ante esta realidad quiere asegurarnos que todo lo demás, que comprende cuanto necesitamos para la vida corriente, tiene su importancia, pero no depende únicamente de nuestro esfuerzo, sino que contamos con la voluntad de Dios que quiere ayudarnos.

            Pero quizás cabe preguntarse si realmente es posible aún confiar en Dios, contar con él en el quehacer de nuestra existencia. Hoy la primera lectura invita a reflexionar acerca de esta delicada realidad. Un profeta habla en nombre del pueblo: “Sión decía: Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”. Se trata de una reflexión de un pueblo que, destrozado por los contratiempos y agotado por las dificultades, se plantea la eterna cuestión, que tantos y en tantas ocasiones no han dudado en decir: ¿Dónde está Dios? Pero ante esta angustia del pueblo, el profeta se siente inspirado para dar una respuesta que, aunque a veces cueste aceptar, es la única válida para todos y para todos los tiempos. Y así continúa: “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura; no conmoverse por el hijo de sus entrañas?”. La experiencia, lamentablemente, ha demostrado que una madre puede llegar a olvidar su amor por el hijo de sus entrañas, pero Dios quiere inculcarnos que, a pesar de todo, el amor que él tiene para con los hombres no puede pasar. Y  afirma: “Pues aunque una madre se olvide del hijo de sus entrañas, yo no te olvidaré”. Dios nos ama hasta el extremo, y lo ha demostrado entregando por nosotros su propio hijo, Jesús, permitiendo que fuera clavado en la cruz. Mantengamos pues firme nuestra confianza en el amor de Dios, que quiere salvarnos por encima de todo.


jueves, 29 de diciembre de 2016

NAVIDAD ES AMOR



En esta octava de la Navidad, tenemos como centro de nuestra Comunidad monástica a Jesucristo, el Verbo encarnado. Le damos gracias al Padre, porque nos amó tanto que nos dio a su Hijo Unigénito. Jesús, hecho niño-ternura, ha traído al mundo el AMOR DE TODO UN DIOS. Él, ha venido para decirnos que Dios nos ama con AMOR INFINITO y que nosotros debemos amar a los demás, y no quedaremos defraudados, porque “hay más alegría en dar que en recibir”. Por eso nosotras, monjas cistercienses, hemos consagrado nuestras vidas por “amor a Él y a los hermanos”, viviendo el don de la vocación en el carisma cisterciense: dando esplendor a la Liturgia de las Horas (oración oficial de la Iglesia), y acogiendo a los que se acercan a nuestro Monasterio (hospitalidad). Agradecemos a María, el haber aceptado ser la Madre de Dios. En estos días de  “Paz y Amor”, que el Padre nos manifiesta al darnos a tu Hijo, le pedimos que bendiga abundantemente a todos los hombres, y de manera muy especial a los que sufren por cualquier causa.


viernes, 7 de octubre de 2016

XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -C-



      “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Así se dirigió a Jesús un grupo de leprosos que, por razón de su enfermedad, vivían marginados de la familia, de la sociedad, y del culto religioso, movidos por la esperanza de obtener su curación. Su plegaria expresa de algún modo una fe inicial en el poder de Jesús, y no cae en el vacío, aunque el milagro no tenga lugar inmediatamente. Jesús, por toda respuesta, se limita a enviarlos al sacerdote, a quien correspondía dictaminar, según la ley, la presencia o ausencia de la lepra. Aquellos hombres se fían de la palabra de Jesús, y con la enfermedad aún a cuestas, pero con el corazón henchido de esperanza, se ponen en camino. Su fe alcanza lo que ansiaban y durante el viaje quedan curados de su dolencia.

            Los enfermos curados eran diez y el milagro ha sido el mismo para todos. Pero el evangelista hace notar que nueve de ellos, que eran judíos, entienden su curación desde la perspectiva de la ley: Jesús les ha enviado a los sacerdotes como pedía la ley, y después sabrán anunciar a todos el beneficio recibido de la salud. Estos nueve han tenido la fuerza moral de pedir y obtener un milagro, mostrando su fe y su confianza. Pero les falta la fineza de espíritu para mostrarse agradecidos con quien les ha curado gratuitamente.

            En cambio, el décimo, que era samaritano, un extranjero, al darse cuenta de haber quedado limpio vuelve para dar gloria a Dios. Éste, como los otros nueve, había venido a Jesús para obtener su curación, como los demás creyó en la palabra de Jesús y emprendió el camino para presentarse a los sacerdotes, pero a diferencia de los otros nueve, una vez curado, se siente obligado a volver sobre sus pasos para prostrarse ante Jesús y proclamar la misericordia de Dios. En su curación palpa el amor infinito de Dios, y un corazón que hace esta experiencia no puede dejar de alabar y dar gracias sin límites.

            Este episodio ayuda a penetrar de alguna manera en la intimidad de Jesús y sentir la fuerza de sus sentimientos. Jesús ha actuado movido por su misericordia hacia los hombres y no queda infdiferente ante el comportamientos de quienes son objeto de su favor. En este caso experimenta la ingratitud de los nueve, como deja entrever la pregunta que formula a los presentes, al presentarse el samaritano: “¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extrajero para dar gloria a Dios?”. Jesús es  sensible a la amistad, al afecto, al amor de las personas, y también vulnerable ante el olvido, la ingratitud y las ofensas. Esta sensibilidad de Jesús confirma su condición de hombre y permite valorar la la grandeza de lo que supone la entrega a su pasión y a su muerte.

            “Levántate, vete, tu fe te ha salvado”. El samaritano no ha sido solamente curado de la lepra: se ha acercado a Jesús. Jesús ha venido para acercar a Dios al hombre que se había apartado, para hacerle partícipe de la misma vida divina. Dice al samaritano: “Levántate, vete”: es la invitación que Jesús hace al samaritano y en él a todos nosotros para que le sigamos, en su subida hasta la cruz. El samaritano del evangelio, como Naamán el sirio de la primera lectura han creído, los dos han tenido fe y han obtenido en primer lugar la curación externa de su lepra, y en segundo lugar la purificación del espíritu, el reconocimiento de la acción divina que les hace entrar en el camino de la salvación.


            Para nosotros es importante fijarnos bien en los dos tipos de fe que muestra el episodio de la curación de los diez leprosos: La fe común a los diez leprosos, que les impulsa a implorar a Jesús capaz de curarlos, y la fe propia del samaritano, el cual, al constatar que ha sido curado gratuitamente, no duda en volver sobre sus pasos y de acercarse de nuevo a Jesús para postrarse a sus pies, dando gracias y alabando a Dios. Como el samaritanos volvamos hacia Jesús, para vivir con él y como él, aceptando con él la cruz, para poder reinar con él para siempre.

viernes, 29 de julio de 2016

"EL AMOR NO PASA NUNCA"

   
         La paciencia es la capacidad de padecer o soportar mucho sin alterarse, deprimirse y desanimarse. Es saber esperar cuando algo deseamos mucho. Es saber respetar el ritmo de crecimiento y conversión del otro.

La afabilidad es ser agradable, dulce, suave, porque el amor no es ni agresivo, ni irónico, ni cínico.

La envidia es antagónica total con el amor. El verdadero amor está centrado en el otro y el que envidia se alegra del mal ajeno o se entristece por su bien. Es un sentimiento muy mezquino.

La presunción es una forma de narcisismo, es vanagloriarse, estar muy pagado de uno mismo, es ser autocéntrico,  egocéntrico y alterocéntrico. El verdadero amor, al menos, piensa en su hermano como en sí mismo.

El Engreimiento, es vanidad y soberbia. El verdadero amor no busca destacar, sino que vive en la gratuidad, en el amor como un don inmerecido.

Irritar es provocar ira y la ira causa indignación o enojo. El amor lucha por la felicidad y bienestar del otro.

El amor no es mal educado ni egoísta y desde el amor, todo se soporta, se sufre, se acoge con humildad.

Llevar cuentas del mal es una forma de rencor. El que ama perdona y olvida. No acusa de los pecados pasados del hermano ni se venga humillándolo.

Alegrarse de la injusticia es incompatible con el auténtico amor, ya que el que ama vive en la verdad y goza con ella y la injusticia es una forma muy cruel de la mentira.

         El que ama disculpa sin límites y disculpar es quitar la culpa de otro. Buscar razones para atenuar la responsabilidad moral del que ha obrado mal.

El que ama se fía del otro sin límites, aunque tenga sospechas en contra. No duda de él.

El que ama espera en el otro sin límites, no se desanima pensando que no hay remedio para él. Que no tiene la solución, confía siempre en encontrarla.

        El que ama aguanta sin límites y lucha sin desfallecer por sostener al otro, por no dejarlo caer. Sabe soportar lo adverso, lo desagradable, ama al otro por lo que es y no por lo que hace.

sábado, 2 de julio de 2016

LA ALEGRÍA CRISTIANA !!

¿Hay lugar para la alegría en un mundo tan lacerado por el dolor?



 La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron seguirle. Y, entre todas, la alegría de María, como ejemplo: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de alegría en Dios, mi salvador. El cristiano no  puede hablar de  alegría sin hablar de la Cruz, porque  cuando ofrecemos nuestras propias cruces amorosamente, Dios las transformará en alegría. “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares, dice el salmo”.
Para el que vive así su vida cristiana la ofrenda que hizo el Señor de Su propia Vida por nuestra redención cobra un papel fundamental en su vida. El cristiano sufre, llora, tiene momentos amargos y siente dolor como cualquier otro ser humano. Sin embargo, la opción por el seguimiento de Jesús y la identificación con Él  en todo, también en el “acto supremo del amor”: pasión y muerte, le hace encontrar sentido  y utilidad salvífica a todo el dolor que le toca vivir por la certeza de que no solo él sino también tantos hermanos llegarán por el ofrecimiento de su sufrimiento, con Jesucristo a la Gloria de la Resurrección. Entonces… “Vuestra tristeza se convertirá en gozo”. Dios transforma nuestro dolor en gozo, la pena en júbilo, la muerte en resurrección. Y esta Resurrección en esperanza y en parte, de un modo muy real, comienza en esta vida ya. Aunque llegará a plenitud en la otra.
A poco que hayamos vivido nuestro cristianismo, todos hemos experimentado de una u otra forma, esta feliz realidad.


lunes, 20 de junio de 2016

LA ALEGRÍA CRISTIANA I


Santo Tomás  de Aquino define la alegría como la consecuencia del amor, es decir, la alegría es el brillo que existe cuando hay amor, y es tanto más grande cuanto mayor es el amor y cuanto más noble es aquello que se ama.  La alegría es una de las características más importantes de la vida cristiana.
Pero ¿qué es la alegría? Cuando nos encontramos con aquello que amamos, sentimos alegría y esta es tanto más grande cuanto es el amor que tenemos a lo encontrado. Concluye Santo Tomás diciendo que la alegría en el cristiano, está en el encuentro con Dios, que es encuentro con su amor infinito.
Entonces, nuestra alegría tiene la medida del amor de Dios que hemos acogido en nosotros. Y la alegría más grande, efectivamente, está en el amor más grande, pero el amor más grande está en el amor que Dios nos tiene, es decir, que la alegría más grande se da cuando reconocemos experimentalmente que Dios me ama. Por eso cuando reconocemos y experimentamos en nosotros y a nuestro alrededor la acción amorosa de Dios a través de tantas cosas, a lo largo del día y de los días, nos sentimos alegres, incluso en los momentos más dolorosos de la vida.

 La alegría más grande, pues, es saberse amado por Dios. Es esa alegría, que nada ni nadie puede quitarnos. Por tanto nada tampoco puede ocultar la profunda alegría al que se sabe amado por Dios. 
HMJP